ADE-Teatro

De la burbuja teatral y la pólvora

por Manuel F. Vieites

ADE-Teatro nº 166, Julio-Septiembre 2017

¡Cuánto he pensado sobre reformas de teatro,

y cuán pocas dificultades hallo en este proyecto,

si quisiera hacerlo quien puede, y debe querer!...

Pero estas son ilusiones mías; nosotros estamos lindamente;

nada nos falta; los extranjeros son unos picarones envidiosos...

Leandro Fernández de Moratín, 1787, Epistolario.

 

...but I have no fear 'Cause London is drowning, and I, I live by the river.

The Clash, 1979, London calling.

 

 

En los pasados meses diferentes medios de información general y especializada se hacían eco, y en tono bien positivo, de algunos datos aportados desde el Ministerio de Cultura que informarían del buen estado del sector de las artes escénicas, en función de variables como el aumento de compañías de teatro o de salas estables de teatro o danza. Si bien el aumento del número de compañías, podría ser, de partida, una noticia excelente, el problema con las investigaciones o prospecciones cuantitativas es que exigen una interpretación, y para que la realidad investigada aflore en toda su complejidad las operaciones hermenéuticas han de asentarse en lo que Jürgen Habermas definía como paradigma sociocrítico, lejos de la razón instrumental sobre la que tanto y tan bien escribió Max Horkheimer.

Así, con los datos que cada una de esas 3.700 compañías nos ofrece, debiéramos ver, en cada caso, el número de funciones contratadas y realizadas por espectáculo; el número de funciones por año; el número de días cotizados al año por cada uno de sus trabajadores; la facturación global; los años de vida de cada una; las deudas acumuladas por impago de las administraciones públicas; las fluctuaciones siempre a la baja en el costo por espectáculo; la reducción de los precios de contratación por función; la reducción de los elencos y del número de actores y actrices por espectáculo; la reducción de los tiempos de ensayos; el monto salarial por función realizada que cobran los trabajadores; las funciones a precio de costo y las funciones gratis, o no cobradas..., y algunas otras variables que nos permitirían comprobar que, si en España hay en la actualidad una cosa que se llama teatro, se debe en buena medida a la férrea voluntad de todo un conjunto de personas que haciendo de la necesidad virtud, mantienen con vida un sector siempre en vilo, siempre amenazado, asentado en la autoexplotación. Las compañías aumentan, como las salas, ¡qué remedio!, pues de eso hay que vivir, pero su situación es insostenible.

En efecto, pues si bien nadie duda de que en los últimos años el porcentaje de población activa en España ha aumentado, la calidad del empleo generado es realmente baja, y abundan los casos en que el empleo adquiere tintes de verdadera explotación cuando no de esclavitud encubierta. El paro ha bajado, pero la dependencia y la sumisión han aumentado, y por eso resulta muy difícil dar por buena la visión que de nuestra economía nos intenta imponer un sector de la clase política y de sus medios de comunicación al hablar de recuperación, pues para los más hemos de hablar, sencilla y llanamente, de depauperación cuando no de simple depredación. Se trata del mismo sector de la clase política que confunde, o no sabe distinguir, entre filantropía y limosna, cuando algún gerifalte de la industria hace donaciones que invitan a una sonrisa socarrona, porque el trampantojo resulta patético. En el caso de las compañías de teatro estamos ante una burbuja, que infelizmente explota con el cierre de tantas compañías incapaces de subsistir, pero que se agranda con nuevas compañías que nacen de la más simple de las necesidades: vender espectáculos. Un círculo vicioso, una lógica perversa.

Nadie duda que en los últimos años han aparecido nuevos espacios para que las gentes del teatro puedan hacer actividades varias. Así hay espectáculos en bares, churrasquerías, bodegones, churrerías, pisos, jardines, casas en la sierra, aparcamientos..., y el microteatro, explorado ya en su día por Nikolai Evreinov bajo otros presupuestos aunque también por algunos futuristas italianos, se convierte en tendencia, y no faltan personas que declaren su entusiasmo ante la proximidad del público o su excitación ante los olores que emanan de la experiencia. Pero el microteatro, como ya explicamos en su día, no deja de ser un síntoma de las múltiples disfunciones de un sistema teatral todavía en proceso de construcción (o de destrucción, quien sabe), y que a día de hoy presenta un estado más que lamentable, incluso peor que a finales del siglo XVIII, cuando tantas propuestas se formularon, desde las de Francisco Mariano Nipho y Cagigal a las de Santos Díez González, sin olvidar las de Aranda, Olavide, Jovellanos, Moratín o Quintana, genios de la razón que hoy quisiéramos en el Congreso de la Carrera del célebre latinista para vergüenza de los presentes. Y no pocas de esas compañías que nacen y se reproducen con verdadero paroxismo, lo son de microteatro, para propuestas de formato mínimo, para sobrevivir muy malamente.

En los países civilizados, los teatros son casas de teatro y están habitadas por las gentes del teatro, que allí trabajan y allí realizan las actividades que les son propias en tanto profesionales de un determinado sector: básicamente generar y difundir espectáculos teatrales, aunque cabría considerar muchas otras, desde la formación permanente a la animación de públicos. En los países civilizados, los teatros son espacios de creación y difusión teatral y en cada uno de ellos habita una compañía, del mismo modo que en un hospital tenemos profesionales de la salud y en una escuela profesionales de la enseñanza, amén del concurso de muchos otros profesionales y recursos siempre necesarios para que esos servicios básicos se puedan ofrecer en condiciones óptimas.

En los países civilizados, cuando una promoción de graduados y graduadas en arte dramático o danza finaliza sus estudios, los trabajadores de la creación teatral inician su actividad profesional realizando lo que cabría denominar MIR teatral o escénico. Para quien lo quiera saber, Sarah Kane, esa dramaturga a la que se atribuye una trayectoria heterodoxa, alternativa, marginal y periférica, terminó sus estudios universitarios de arte dramático en la Bristol University, realizó un Master en escritura dramática en Birmingham University, y luego ejerció como dramaturgista y dramaturga en varias compañías vinculadas con la promoción de  autoría nueva, como Bush Theatre, Paines Plough o Royal Court. El tránsito a la vida activa en esos países civilizados no está regulado de forma escrita, pero sí con la fuerza de unas dinámicas de campo y sistémicas que van determinando y mejorando las vías para la incorporación al ejercicio profesional de los jóvenes titulados y tituladas. En los países civilizados, además, esos jóvenes titulados y tituladas, saben dónde buscar empleo, porque los agentes empleadores están bien definidos, y existe un tejido productivo y cultural suficiente para integrarlos sin que el sistema padezca.

Hablo de países civilizados, pues España en este caso no lo es, y no lo es porque aquel arreglo de los teatros que reclamaban mentes preclaras como Mariano Luis de Urquijo o el antes citado Nipho y Cagigal, jamás pudo ser, porque España siempre apostó por ser diferente, por ejercer el derecho a cultivar el endemismo carpetovetónico. He ahí el ejemplo de las enseñanzas artísticas superiores, que en el universo mundo o son universitarias o están adscritas a universidades, en tanto que en España siguen en tierra de nadie mientras la oferta privada y universitaria aumenta su cuota de mercado.

El elevado número de compañías que hay en España deriva, entre otras razones, del hecho de que quienes deciden estudiar arte dramático, una vez finalizados sus estudios acometen y con verdadera vocación la carrera del emprendimiento, la misma que tanto alaba con palabras hueras un sector importante de nuestra clase política. Es difícil encontrar un campo profesional en el que haya más emprendedores, pues para muchos de los egresados y egresadas de las escuelas superiores de arte dramático la única posibilidad de iniciar una carrera profesional consiste en crear una empresa con la finalidad de elaborar y comercializar productos escénicos. Y lo hacen sin que ningún Ministerio, ninguno, les considere sector estratégico, o ejemplar, y por tanto asuma la necesidad de apoyar decididamente ese sector de nuestra economía. He de recordar que la primera escuela universitaria creada para la formación teatral abre sus puertas como School of Drama en Pittsburg en 1912 gracias al apoyo directo de Andrew Carnegie, formando parte de lo que se convertiría en Carnegie Mellon University, sita en la misma ciudad. El tal Carnegie entendía el rol de la creación teatral en el desarrollo del sector cultural, al resultar fundamental en cualquier economía menos en España, y actuaba en consecuencia.

El elevado número de compañías que existen en España, y que se incrementa año tras año con nuevos titulados y tituladas en arte dramático (y con otras muchas personas que deciden dedicarse a las artes escénicas por muy diversos motivos), también pone de manifiesto la escasa voluntad de la clase política por estructurar y vertebrar el sector de la creación y la difusión cultural, y también la nula voluntad de propiciar la convergencia con Europa, insistiendo en esa pasión por el endemismo (¡Spain is different... y olé!). Una de las funciones que debiera asumir cualquier gobierno que gobierne para los ciudadanos y ciudadanas consiste en analizar los sectores productivos para ver sus problemáticas y aportar soluciones a las mismas, y operar según el método científico, no en base al modelo español, tan asentado en la ocurrencia del momento y en esa supuesta panacea llamada "gestión cultural" bajo la que se esconde el ultraliberalismo más cerril.

Y en el caso del teatro cabría comenzar, por ejemplo, por las siguientes preguntas:

Las administraciones educativas del Estado invierten importantes recursos en la formación de profesionales de las artes escénicas, en escuelas superiores de arte dramático o danza. ¿Con qué objetivo? ¿Cabe relacionar esa formación con el artículo 44 de la Constitución vigente?

Si la norma educativa vigente establece que el perfil profesional de tales titulados es el de un artista creador, capacitado igualmente para el ejercicio de la docencia y la investigación, ¿qué se ha hecho en España para que todo ese potencial revierta en la sociedad? ¿Por qué se considera tan importante la presencia del ajedrez en las etapas de la educación obligatoria y no así la presencia de la expresión dramática, después de todo cuanto escribieron al respecto Emma Sheridan Fry o Alice Minnie Herts a principios del siglo XX?

 

Al hilo de tales preguntas aparecerán muchas otras, que nos llevarían a constatar que en ningún caso las administraciones que nos gobiernan se han tomado la más mínima molestia en planteárselas siquiera, ni esas ni otras. De haberlo hecho, al menos por un momento, llegarían a la conclusión de que cada vez se hace más necesario determinar con precisión los campos profesionales en cada sector de expresión artística y formas específicas de estructurarlo, con medidas concretas, como aquella que ya proponíamos hace tanto de normativizar y normalizar la educación teatral en todas las etapas de la educación obligatoria, desde la educación infantil al bachillerato. He ahí uno de los muchos males de ese modelo de política teatral asentado en la "gestión cultural" y tan deudor de la razón instrumental: olvidar las circunstancias dadas y también el "como si".

Si la clase política, la vieja y la nueva, ambas por igual intransitivas, tuvieran el más mínimo interés en resolver los problemas diversos de la ciudadanía evitarían juegos retóricos como la elaboración de estatutos de artistas, artesanos, entelequias y transeúntes, y tras un breve análisis comparado de lo que ocurre en los países de nuestro entorno más próximo (Polonia, Alemania, Inglaterra...), se pondrían a trabajar y a legislar, y entre las primeras normas a dictar estaría una Ley de Artes Escénicas, nacida del consenso entre los agentes culturales y pactada entre las diferentes Comunidades Autónomas, para que los teatros de todo el Estado se convirtiesen en casas de teatro, y para que la dirección de estas casas recayese en personas especialmente cualificadas para tal desempeño artístico y poner fin al despropósito actual. Y malo sería recurrir a la diferencia o la diversidad cultural para negar tal posibilidad, pues somos en esencia culturas agrarias.

Si la clase política en su globalidad, toda ella intransitiva que diría Paulo Freire, atendiese a otras narrativas que no fueran las suyas propias, entenderían que la solución para el viejo contencioso de las cotizaciones sociales de los trabajadores y trabajadoras de las artes escénicas, radica en fomentar políticas orientadas a garantizar la estabilidad de todo tipo de compañías de teatro o danza, algo para lo que se hace totalmente imprescindible, insisto, la conversión de los teatros y auditorios en casas de teatro habitadas por gentes de teatro. Si la clase política, toda ella intransitiva, tuviese la voluntad real de solucionar este y otros contenciosos no tendría más que adaptar a nuestra geografía humana y cultural el modelo alemán, por ejemplo, tras analizar con un cierto detenimiento lo que cabría considerar "caso Wuppertal", o de cómo una ciudad de 350.000 habitantes se convirtió en un referente mundial en las artes escénicas.

En febrero de 1985 la revista El Público editaba el número 2 de sus Cuadernos, que llevaba como título El mapa teatral de España. La política teatral de las autonomías. De su lectura es fácil deducir lo mucho que hemos retrocedido, porque transcurridos más de 32 años no es tan difícil comprobar que los viejos problemas de siempre siguen enquistados, que seguimos siendo en Europa un endemismo macabro en un ecosistema mortal. Viejos problemas para los que se aportaron soluciones posibles, como las contenidas en el primer capítulo ("¿Es posible una descentralización teatral?") del libro Teatro, realismo y cultura de masas (1974), de Juan Antonio Hormigón, y que un sector de la progresía teatral de la época no consideró viable, pues limitaba la visión tan idílica como trasnochada de los amantes de la furgoneta, tal vez incapaces de asumir las responsabilidades de aquel momento histórico y desmontar por fin un modelo de organización teatral más propio del Ancien Régime y que pervive moribundo impidiendo la llegada de la modernidad al campo teatral, la misma modernidad que reclamaban aquellos ilustrados antes mencionados.

Un día de estos cualquier político, viejo o nuevo ¡qué más da!, se despachará diciendo que nunca el teatro en España estuvo mejor, y como prueba irrefutable del aserto citará el creciente número de compañías que se crean cada año, sin reparar en otra cosa que no sea el dato, la cifra, el número. Luego, seguramente, dirá que su grupo, o incluso un subconjunto del subgrupo, también ha descubierto la pólvora, y puestos en lo peor la rueda. Faltaría más..., que la famélica legión sigue arrodillada ante propios y extraños prendida en el trampantojo de su propia sumisión. ¡Muera la inteligencia!, gritaba un general.

 

 

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