ADE-Teatro

La financiación del teatro

por Juan Antonio Hormigón

ADE-Teatro nº 144, Enero / Marzo 2013

Hace bastantes años ya, nos reunimos en la embajada española en La Habana un grupo de personas, seis u ocho, convocados por quien entonces ejercía de embajador, para hablar un buen rato y tomar una copa. Había representantes de la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, otros de la Obra cultural de Caja Madrid y el Director General del INAEM a quien acompañaba. Todos estaban allí porque desarrollaban diferentes proyectos en la Isla. La conversación fue muy curiosa y estuvo llena de supuestos, pero de todo ello hablaré algún día. Lo que ahora quiero referir es otra cosa.

En un momento dado, uno de los asistentes que ocupó en su día una dirección general, que ya no existe, en el Ministerio de Cultura durante el primer gobierno socialista, dijo: "El problema del teatro español es que es el único del mundo que está subvencionado". Lo expresó con voz un tanto campanuda, la que ciertas personas con poco seso y mucha apariencia utilizan para subrayar lo que suponen que es una máxima relevante.

Lo que sucedió después no es demasiado significativo. Le respondió el director general con frases templadas aunque sin ofrecer datos: no era momento para hacer sangre ante tamaña estupidez. Pero a mí se me quedó grabada la impunidad de aquel individuo para emitir semejantes afirmaciones en asunto tan serio. Había pasado por el Ministerio de Cultura y ni siquiera se había intentado documentar sobre cuestiones presupuestarias de modo comparativo.

La anécdota que podría considerarse un incidente casual propio de un indocumentado, adquiere la condición de categoría analizando el transcurso de los hechos. En España la mayor parte de los políticos, entiéndase los diputados y dirigentes de las formaciones representativas, como los cargos públicos en general y los de cultura en particular, consideran los apoyos públicos a las actividades de cultura como un mal del que no es posible prescindir. Poco importa que en toda Europa la inversión en cultura y en particular en artes escénicas por parte de los gobiernos centrales, los regionales y los municipales sea cuantiosa y constante, ni que se establezcan argumentaciones precisas que expresan la razón de todo ello. Aquí se ignoran, lisa y llanamente se ignoran, a pesar de que sean directrices que hoy mantienen la totalidad de países de la Unión Europea y del este de Europa.

 

El valor cívico de la cultura

El Arts Council de Inglaterra (existen igualmente los de Gales, Escocia, Irlanda del Norte y el de la Isla de Man), formula su procedimiento en que las artes escénicas contribuyen al desarrollo de la nación, a aumentar su prestigio y a difundir la cultura. Aunque formulado de modo diverso, estas apreciaciones son compartidas en numerosos países europeos y otros del ancho mundo. Otros señalan la incidencia positiva en las economías territoriales y la proyección exterior del prestigio cultural del país.

Por otra parte se considera a las artes escénicas como un sector estratégico. Además se tiene presente, en un plano más inmediato, la capacidad de creación de puestos de trabajo directos e indirectos que generan, a partir de una estructuración que articula una red de teatros de filiación pública, con elencos estables de actores, técnicos, personal de realización, administrativos, personal de dinamización escénica en la comunidad, etc. Su objetivo no es otro que construir una red de centros de creación teatral por todo el territorio nacional, que potencie no solo la creatividad sino también el acercamiento del teatro a amplios sectores de la ciudadanía.

¿A qué se debe entonces que nuestros políticos en general ignoren todo esto? Podemos pensar que algunos lo saben y prefieren no mentarlo, o miran hacia otra parte. Quizá fuéramos muy benévolos si así hiciéramos. En mi opinión simplemente lo ignoran: no se han preocupado de estudiarlo, de establecer procedimientos comparativos y, antes de nada, de considerar la cultura y las artes escénicas como cuestión inserta en nuestra condición de ciudadanos y en nuestro ser nacional, algo totalmente distinto a una mercancía ni a un negocio, eso es otra cosa.

 

Saber y probidad del diputado

Resulta patético contemplar el semblante o la gestualidad del diputado o cargo público que es interrogado sobre cuestiones culturales: la cuestión le resulta ajena; se crispa de modo más o menos ostensible; balbucea o adopta un aire de suficiencia, depende del sujeto; manifiesta carecer de convicciones o criterios sobre la cuestión, ignorarlo todo a este respecto; responde cualquier obviedad genérica y en resumen, parece preguntarse por qué no se trata este asunto como cualquier otro que se vende y se compra. Todo lo demás le parece un tostón y una pesadez que no le produce ningún beneficio personal ni en votos, algo abstruso, molesto, que interesa a unos pocos y con lo que es necesario lidiar porque hay que guardar las apariencias. 

Sabemos que un diputado debe poseer una ideología y convicciones concretas y defender el programa del partido al que representa. Se supone que por eso lo han elegido. Pero además debe convertirse en un experto en los temas de los que se ocupan las comisiones de las que forma parte, o asesorarse de modo pertinente. Para ello hay que tener la preparación adecuada o estudiar y documentarse. Nadie nace sabido en nada: ¿Por qué en la conceptuación y estructura organizativa de la cultura iba a ser distinto? Sin embargo todo indica que nadie o casi nadie lo hace. Da igual que se cite a Menéndez y Pelayo, Dante o Miguel Hernández en las intervenciones, eso es tan sólo un adorno, espuma irisada, no llega a suponer ni el cromatismo de la percusión en las composiciones sinfónicas. No son más que guiños para una galería de indocumentados. Pasa la sesión con este trasteo de pacotilla y aquí paz y después gloria. Peor es cuando se dedican a jugar a los barquitos o a ver imágenes eróticas durante una sesión en la que se deciden recortes que van a afectar a millones de ciudadanos. Eso sí, cobrando a fin de mes un salario jugoso, además de las dietas para quienes han establecido residencia fuera de la Corte y viajes en primera.

Yo no busco el descrédito de la política o los políticos sino lo opuesto. En mi imaginario, la política es el arte y la práctica de la gobernación de las comunidades humanas. Un mecanismo de expresión de convicciones, voluntades y programas que procuren las soluciones más adecuadas para el bien de los pueblos. Un modo de establecer cauces propicios para determinar cuál es la opinión mayoritaria de la ciudadanía.

Los políticos a su vez, los concibo como individuos de buena formación, de probidad ostensible en su conducta cívica, con convicciones firmes en los principios por los que se conducen, cultos y estudiosos, preocupados por la resolución de los problemas de la comunidad a la que representan, de ética intachable. Así lo definieron ya nuestros constituyentes en el Cádiz de 1812. De no ser así deberían ser apartados sin dilación de sus cargos y reprobados a perpetuidad: a ellos les ha entregado el pueblo la capacidad de representarlo para debatir sus asuntos en el parlamento, de combatir por su justa articulación mediante leyes y su correcta aplicación controlando al poder ejecutivo. Deben estar a la altura de sus responsabilidades.

Por todo ello, son los políticos quienes se desacreditan con comportamientos del jaez que antes he descrito. Una reunión de cualquier Comisión de las Cortes y por supuesto la de cultura, no puede convertirse en un remedo de tertulia. La vida española nos ofrece una imagen disparatada, una vez más, en que muchos políticos asemejan ser tertulianos, algunos sueñan con ello, lo cual puede mejorar su erario; y muchos tertulianos abundan en expresarse como si fueran diputados. Esta confusión entre el político y el tertuliano, entre lo que debiera ser proposición y el análisis ponderado, que casi nunca lo es, provoca la inanidad, el vacío, la atonía y la superficialidad de toda la acción política.

 

El descrédito de la cultura en España

Debo decir en cargo hacia todos nosotros que no en excusa, que los ciudadanos tenemos mucha responsabilidad de que esto sea así. Parece que seamos incapaces de exigir las responsabilidades lógicas que son inherentes a quien ocupa un cargo público o es diputado. Hemos caído en la trampa, aunque nuestra Constitución exprese lo contrario, de considerar que elegimos un dirigente (algunos aún sueñan con un "caudillo") y no a un partido político para la gobernanza del país. Y, lo que es peor, consideramos que puede hacer lo que quiera, ponernos a los ministros que sea aunque representen un castigo y no pocas veces un contradiós respecto a los principios que se supone debieran defender. Hay ejemplos de casi todos los colores.

En el terreno cultural esto es muy grave. Hemos exigido y seguiremos exigiendo que en la campaña electoral los dirigentes políticos expongan los nombres de su gabinete potencial, en particular el del ministro, o ministra, de cultura, para saber a qué atenernos. Bastantes disgustos y sorpresas hemos tenido con frecuencia. Pero además jugamos con el gravamen de la inexistencia o levedad fútil de los programas de cultura de los diferentes partidos políticos.

La sociedad española, es casi una consecuencia indefectible, tiene en muy poco la cultura. No la considera un bien esencial, no la tiene por parte substantiva de la conciencia de la nación, no se reconoce en ella como estímulo privilegiado en la configuración del pensamiento, no la percibe como una de las virtudes cívicas esenciales: ¿A quiénes les importa de verdad la nación? Por otra parte, políticos y tertulianos de diverso jaez, se han dedicado con denuedo a machacar los oídos y las mentes con su desprestigio recurriendo a falacias y monsergas inauditas. El descrédito lo atizan igualmente contra aquellos que son sus activos humanos, sobre todo los que integran las profesiones artísticas y más aún si cabe, la actoral.

Políticos y tertulianos emprendieron desde hace tiempo una cruzada para desprestigiar la cultura, para hacerla sospechosa, sierva de intereses espurios, y ejercitada por desvergonzados. Ha extendido la especie de que los profesionales artísticos, por ejemplo, son gentes sin oficio ni beneficio, que viven del cuento, de aparentar lo que no son, vagos, gente inservible de la que si pudieran, quién sabe si podrán, serían sujetos que habría que eliminar. Sólo se les considera, y poco, si sus capacidades sirven a alguien para hacer un buen negocio. Porque de esto, de negocios, es de lo que siempre hablan en definitiva. Son descalificaciones similares a las que hoy mismo plantea en Turquía el gobierno islamista y neoliberal -por eso le dicen "moderado" como mérito-, de Erdogan.

La cultura propicia el advenimiento de ciudadanos libres y con criterio, capaces de decidir respecto a los asuntos públicos, de construir opiniones fundamentadas y eso constituye siempre un riesgo para quienes invocan al pueblo en su gobernanza, pero lo mantienen rigurosamente al margen, lo desdeñan, para hacer lo contrario a sus intereses. La réplica penúltima de El Capital, la película de Costa Gavras, es muy explícita: "Robemos a los pobres para dárselo a los ricos". Ese sí es un programa de gobierno que se ejecuta con minuciosidad. Por eso es más conveniente alimentar el ocio con insulsos cónclaves de chismes, o con programas deportivos que propalan artificiosas reyertas tribales, que son un mecanismo de entontecimiento de amplias mayorías y, sobre todo, de un segmento importante de la juventud. Los neutraliza como ciudadanos y los minimiza como seres humanos.

Por último queda la propia gente de la cultura y, más en concreto, de las artes escénicas. ¿Cuántos son los que leen, los que se informan sobre el funcionamiento de los teatros en otras latitudes, los que siguen formándose y enriqueciendo su bagaje profesional, los que se han forjado una idea de sociedad en que la cultura sea un bien accesible para la mayoría, los que saben que es posible otro sistema que haga del mundo un lugar habitable? Pocos a mi entender, y además desconectados. Ni siquiera existe una vanguardia consciente y organizada que sea capaz de conducir, de proponer un horizonte hacia el que avanzar.

Los colectivos de las artes escénicas tienen una gran capacidad de movilización, de visualizar y hacer ostensible su presencia, pero muchas veces tengo la inquietante impresión de que dichas acciones constituyen una finalidad en sí mismas, que no hay nada más allá. Asemejan a juegos de pirotecnia de brillantes cromatismos y fulgores, que se consumen en su propia realización una vez concluida la traca.

El problema crucial estriba en saber hacia dónde queremos ir. El movimiento en defensa de la sanidad o la educación públicas son claros en sus objetivos. Por eso mucha gente que había votado en un sentido ha cambiado de opinión en contrario: las lecciones de la realidad transforman la realidad que percibimos. Si la acción se agota en su ejecución porque no existe un horizonte posible, y todo se limita a conservar la miseria artística y con frecuencia la económica que venimos padeciendo y que va a más, poca esperanza de futuro nos queda. Las movilizaciones permiten desfogarse a algunos pero sirven de poco para avanzar hacia alternativas verdaderas.

 

La financiación del teatro en Europa

Hace algún tiempo dedicamos en el número 118 de nuestra revista, noviembre/diciembre de 2007, un amplio bloque monográfico a la cuestión de la "Política cultural, política teatral". Reunimos una serie de artículos llenos de conceptos, proposiciones, objetivos, cifras, mapas, etc., de diferentes países. El resultado fue un panorama que daba idea de la complejidad y de las variantes que existen en diferentes países de Europa, respecto a su diseño de la política cultural y teatral, así como de las estructuras institucionales y estables que genera. Desgraciadamente mucho me temo que nadie del gobierno ni del partido que lo sustentaba, el PSOE, lo leyó, pero tampoco nadie de los que formaban la oposición, fuera cual fuera su signo. No obstante cuando de cultura o de teatro hablaban, aunque sin saber, lo hacían como si de los siete sabios de Grecia se tratara.

Corre la especie de que en nuestro país, suponemos que en alguno más, la cultura y el teatro se sostienen sólo con financiación pública. Por el contrario en el área anglosajona, se dice, lo sustantivo de la financiación reside en el mecenazgo. No es cierto, pero lo aseguran. Proponen que hay que cambiar de sistema en esa dirección. Pensamos que de nada sirve hacer afirmaciones en contrario, estamos convencidos que sólo con argumentos fehacientes, cifras y datos precisos, podemos esclarecer la cuestión.

Por todo ello abordamos ahora un asunto más simple en apariencia, aunque algo más dificultoso en su realización. Hemos seleccionado una serie de países que nos son próximos: Reino Unido, Alemania, Francia, Irlanda, Holanda; otros un poco más lejanos: Rusia, Noruega, Turquía, Austria, Suecia, y a manera de guinda, Japón, y procurado establecer el monto del presupuesto de cultura de cada uno, así como el dedicado a las artes escénicas. No siempre lo hemos conseguido en ambos conceptos.

Por otra parte hemos intentado establecer la cifra correspondiente en este campo, en lo que respecta a la contribución de los gobiernos regionales y los municipios. Aunque todos los recursos emanan de los Presupuestos generales del Estado, los criterios de distribución son diferentes en cada caso. Pero existen dificultades enormes para conocer la cifra global que corresponde a cada uno de estos segmentos.

También reseñamos, cuando es accesible, la cantidad con la que se contribuye por mecenazgo. Permite valorar lo que es cierto o simplemente quimera. Por ejemplo, es relevante señalar que según los datos oficiales del Arts Council de Inglaterra, dicha suma representa en su caso para las artes escénicas tan sólo el nueve por ciento del presupuesto global. Item más, nuestro bloque monográfico se cierra con un excelente artículo de Alberto Fernández Torres en torno a este tema, que esclarece las razones y realidades del mecenazgo en la cultura.

Aludimos igualmente a la labor que realizan las entidades gubernativas que se ocupan de la gestión y reparto de recursos. En líneas generales, todas ellas tienen departamentos para la elaboración de estudios referidos a la financiación y organización teatral. Lo consideramos sumamente representativo de su forma de proceder.

Así mismo hemos intentado enunciar de forma sucinta la red de teatros públicos sostenida con dichos recursos, así como los criterios y objetivos que se persiguen con su adjudicación. Aunque las líneas generales se repiten en muchos casos, no dejan de existir pormenorizaciones de interés.

Un caso especial lo constituye Turquía. Este país poseía un presupuesto para artes escénicas decoroso y aceptable, lo que posibilitaba la existencia de una red amplia de entidades teatrales públicas en numerosas ciudades del país. El gobierno islamista, cuyos componentes parece que hayan estudiado a la par la versión más conservadora del Corán y las medidas de expolio de las clases medias y populares y de los sistemas de protección social propuestas por Milton Friedman, está a punto de cercenar toda estructura pública de las artes escénicas y suprimir los recursos para el teatro.

En el extremo opuesto un país como Irlanda que soporta un rescate, no duda en mantener los suyos para las artes escénicas y mostrar, en palabras de la Presidenta de su Arts Council, su apoyo a la gente de teatro por contribuir a la conciencia nacional y al prestigio de su país en el exterior. Hay en sus afirmaciones una profunda sensación de elogio y respeto, que no es poco.

Confiamos que esta oleada inicial de datos se prosiga con estudios comparativos pormenorizados respecto a la financiación del teatro en Europa. El gobierno tiene recursos para hacerlo, la oposición política también. Somos nosotros a los que nos recortan y carecemos de recursos gracias a dichos cercenamientos y a la supresión de aquello que nos permitía operar con previsiones mensurables. Y sin embargo lo hemos hecho.

 

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