Litoral

La marca de las marcas

por Enric Satué

Litoral nº 260, 2015

Ante la remota posibilidad de que Cataluña se escinda un día de España, el ministro de Asuntos Exteriores sacó a relucir la marca España como un aglutinante milagroso y pegalotodo. Pese a que el territorio que los catalanes habitaron en el siglo viii se llamó, precisamente, Marca Hispánica, como en aquel tiempo denominaban provincias o distritos fronterizos, si observamos el asunto desde un punto de vista mercantil -que es el que domina la orientación del mundo actual-, repararemos en que la marca es el distintivo caprichoso que un fabricante cualquiera suele poner a los productos de su industria, y cuyo uso le pertenece en exclusiva por lo menos desde la Revolución Industrial. Considerada, pues, como un producto turístico y comercial, España dispone de una marca distintiva potente, en ventajosa competencia con las que le disputan el mercado.

A estas alturas, debemos admitir sin recelo alguno que la osada profecía que Naomi Klein lanzó al mundo en su famoso libro No logo. El poder de las marcas, según la cual «el siglo xxi será el siglo de las marcas», es algo que se veía venir. Y aunque no haya transcurrido más que una sexta parte del siglo, se ha confirmado la hipótesis de que la proliferación de marcas es un hecho completamente irreversible. Sólo hay que ver a esas masas de jóvenes de ambos sexos -de todas las clases sociales y de cualquier nacionalidad- adorando las camisetas personalizadas, los tatuajes corporales y los paisajes urbanos emborronados con las marcas o signos dejados al azar por el primer anónimo grafitero con pasamontañas que pasó por allí. Por su implantación global, de ahora en adelante quizá se puedan calificar a esas masas despersonalizadas infectadas de mercantilismo como «sociedades anónimas».

Aunque pueda decirse, con razón, que el fenómeno es fruto de nuestro tiempo, Roma ya tuvo una marca. Una marca formalmente espléndida que, según la denominación técnica correspondiente, deberíamos llamar logotipo, que significa exactamente «secuencia de letras característica». Y no hay duda de que la secuencia s p q r configura un logotipo con unas letras muy características. Tanto es así, que las que pertenecen a ese estilo inconfundible grabado en lápidas de mármol, en el ámbito tipográfico siguen llamándose romanas, formando el conjunto más numeroso jamás diseñado desde la invención de la imprenta, así como el más leído desde entonces, con gran diferencia sobre el resto de fuentes tipográficas de antes y de ahora.

No obstante, no deben asociarse necesariamente con letras las señales distintivas de los productos ideológicos o comerciales; también puede hacerse con dibujos, o para decirlo en el léxico iconográfico apropiado, pictogramas. En la heráldica medieval, por ejemplo, apenas se ven letras, y si bien los escudos disponían de señales distintivas diseñadas con formas geométricas (de los palos a las bandas y de los jaquelados a los losangeados), a menudo asomaban pictogramas en su interior: un animal, un vegetal o un objeto, desde una torre a un caldero.

De modo que aquello que los profesionales de hoy designan con cierta rimbombante opulencia verbal imagen corporativa, esto es, la aplicación sistemática de una marca (picto o tipográfica) para su mayor y mejor difusión, es lisa y llanamente lo que ya ordenó grabar Alfonso viii en el siglo xii en sellos, monedas, escudos, vajillas, mantelerías y juegos de cama, con la silueta de su castillo.

Por su parte el abad Oliva, fundador del agreste monasterio benedictino de Montserrat, contó con una marca pictográfica muy interesante -hecha con un círculo cuatripartito-, bien distinta a la de su casi contemporáneo Carlomagno, cuya debilidad por la caligrafía le inclinó a construir un logotipo con las letras de su nombre: karolvs.

Otras potencias comerciales mucho más recientes, como por ejemplo el cocodrilo Lacoste, el boomerang Nike o la manzana Apple, han hecho lo que el abad Oliva, dejando de lado el logotipo para concentrar su estrategia de marca en el pictograma, con resultados más que satisfactorios.

Sin embargo, no es algo que se haya dejado al azar. La vieja mercadotecnia -identificación de necesidades y deseos del mercado-, y la formulación de objetivos orientados a la construcción de estrategias que ganen cuota en la mente del consumidor, con el único objeto de alcanzar beneficios, han cedido su influencia al branding, un anglicismo que hoy define la construcción de la marca y la estrategia de un conjunto de activos vinculados a la imagen con que se identifica esa marca, influyendo en su valor tanto en el cliente como en la empresa propietaria.

Claro está que además de la economía y la sociología, la masificación de las marcas afecta también a la cultura, o al menos ejerce cierta influencia sobre ella, a veces interesante y llena de posibilidades, como la que se desprende del juicio lapidario establecido a principios del siglo xx por el arquitecto Peter Behrens. Aficionado al diseño gráfico y autor de por lo menos tres fuentes tipográficas, sentenció que «los tipos de letra de imprenta son uno de los más elocuentes medios de expresión de cada época o estilo, y proporcionan el retrato más característico de un periodo y el testimonio más fiel del nivel intelectual de un país».

Ciertamente, las cuatro letras del logo del Imperio Romano aparecen, observadas desde nuestra perspectiva cultural, como el retrato de un periodo histórico con un altísimo nivel intelectual. La misma observación no sería probablemente tan condescendiente con el periodo de Carlomagno, y quizás sí con el de Albrecht Dürer, cuyo acróstico ad ha hecho escuela en el mundo del diseño gráfico desde el siglo xvi. También sería interesante parangonar la sentencia de Behrens con una idea publicitaria que en su momento llegó a considerarse una boutade. En 1989, con motivo del bicentenario de la Revolución Francesa, apareció en la prensa europea un anuncio a toda página de la marca de alta costura Yves Saint Laurent, inserta en el interior de la bandera tricolor, sumándose a la efeméride patriótica. Situado el lector ante esa encrucijada, y a estas alturas de la historia y la cultura de la imagen en nuestro mercado global ¿cual de los dos elementos -bandera o logotipo- creerá que caracterizarían mejor la Francia actual?

El pequeño detalle de que el acróstico ysl fuese diseñado en los años cincuenta por Cassandre, un famoso diseñador gráfico y cartelista francés, poco antes de pegarse un tiro que acabó con su vida, aportaría un nivel intelectual nada desdeñable -mártir incluido-, probablemente mayor que el que expresan las tres bandas anónimas, verticales y de colores primarios, en un vulgar patrón imitado por muchas otras naciones como Afganistán, Argentina, Andorra, Barbados, Bélgica, Canadá, Chad, Irlanda, Italia, Moldavia, Nigeria, Nueva Granada, Perú, Rumania y Senegal, por lo menos.

En resumen, si se acaba cumpliendo el augurio de que el siglo xxi será el siglo de las marcas, habrá que convenir que también será el siglo de las etiquetas. En efecto, en un mundo mercantilista como el nuestro, prácticamente despersonalizado y progresivamente deshumanizado, disponer de una identidad empieza a ser una pretensión muy costosa, y en las empresas que seducen la marca es el centro de atención y el branding lo es todo. En cambio, las etiquetas se reparten gratuitamente, y además a diestro y siniestro. Y puesto que sin ella uno es ninguno, podemos suponer que a lo que más se parecerá será a una marca blanca, es decir, a un sujeto sin personalidad propia, como aquel que en el siglo xix, de acuerdo a la retórica de la época, llamaban un don nadie.

Lo malo es que si los países son marcas -cara al turismo o a cualquier otro beneficio económico automático- también lo van siendo algunas personas pioneras. Por ejemplo, la pareja de artistas Gilbert Proesch y George Passmore acuñaron con éxito la marca distintiva Gilbert & George, famosa en el mercado del arte por el hecho insólito de ejercer ellos mismos de esculturas vivientes.

Simplemente a título de ejemplo, otras muchas esculturas vivientes exportaron con gran éxito de crítica sus artes visualmente distintivas, como Oscar Wilde, Lord Byron o Ramón María del Valle Inclán. Marcas que distinguieron asimismo tertulias artísticas o literarias, como las de Santiago Rusiñol, Ramón Gómez de la Serna o Josep M. de Sagarra. En pleno siglo xx, algunos agentes interesados trataron incluso de convertir en marcas a personajes tímidos e indecisos, es decir, con una identidad personal débil, como fue el caso de Edgar Allan Poe y Franz Kafka, mientras que otros más listos aplicaron a su marca personal ciertas variantes ingeniosas, como el caso de Alfred Hitchcock. Por su parte, Charlot o Marilyn Monroe fueron también marcas universales, y desde entonces las estrellas del cine son pasto de los anunciantes más manirrotos. bb, jfk o jr fueron personas-marca nacidas, crecidas y desarrolladas ya en plena cultura de masas, aunque la escultura viviente más apoteósica, que caracteriza por sí sola el siglo pasado, probablemente sea la que construyó concienzudamente, en forma de auténtica e irreprochable marca, el artista Salvador Dalí. A su lado, Gilbert & George y todos sus imitadores merecen la categoría de simples teloneros.

Se mire por donde se mire, en la actualidad comemos, bebemos, vestimos y calzamos marcas. Una imagen característica de nuestra era es un niño o un adulto de cualquier lugar del mundo, vestido de pies a cabeza con ropa con marcas de refrescos, zapatillas deportivas, móviles, universidades, equipos de fútbol o cualquier otra cosa con la que se sienta a gusto. Tiene la idea de que lo elige libremente, pero es una victoria del branding reinante, y no hay forma de escapar a su influjo si no es a través de la bohemia, en cierto modo otra suerte de marca. En fin, da la triste impresión de que todo el tinglado consumista es un juego siniestro que tiene por objeto despersonalizar a la Humanidad -un ser humano tras otro- haciéndonos comulgar con ruedas de molino y pegándonos unas etiquetas con el precio, la referencia y la caducidad, como únicas características individuales consentidas.

No sé si es políticamente correcto augurar que la vida en este nuestro siglo de las marcas se desarrollará siguiendo esa tendencia, pero a tenor de todos los indicadores, la inercia de los productos comerciales se resistirá con uñas y dientes a que sea de otro modo. Como bien dijo hace ya bastantes años, en cualquier caso en el siglo pasado, un periodista de la talla de Manuel Vázquez Montalbán en Informe sobre la información, «el público que deambula mecánico y marchito convierte los reclamos en leyes de pensamiento y conducta».

Y ese parece ser justamente el objetivo, a no ser que la poesía acabe un día ganando la partida a las marcas y deje por fin de ser la utópica utopía de los idealistas, o el balsámico bálsamo para curar a los heridos. Hay quien dice que lo último que se pierde es la esperanza ¿no?

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