El Ciervo

Los subsaharianos se explican

por Jordi Pérez Colomé

El Ciervo nº 657, Diciembre 2005

Durante unos días del mes de octubre, varios centenares de inmigrantes subsaharianos intentaron saltar la valla que separa Marruecos de Ceuta y Melilla. La desesperación del intento hizo que nos preguntáramos por qué ocurría eso y si había alguna solución para al menos impedir las muertes en la frontera. Los inmigrantes eran subsaharianos, así que hemos hablado con personas de esa región para conocer su opinión. También hemos consultado con algunos expertos en inmigración españoles. La secretaria de Inmigración de la Generalitat, Adela Ros, ha respondido también a nuestras preguntas.

Para hacer este reportaje he hablado con un director de cine senegalés, un ingeniero beninés, cuatro novicios caboverdianos, el comité de dirección de una asociación de ghaneses y una enfermera guineana. Cada cual me ha dado su opinión sobre el futuro de sus países y la inmigración africana. Todos han coincidido en dos cosas. Primero, prefieren que no se hable de África como de un único lugar: cada país tiene sus características y aunque para nosotros sean difíciles de distinguir, para ellos son esenciales. Segundo, les disgusta que sólo sintamos pena de los africanos. Antes que compasión, se decantan por el respeto. No quieren tanto nuestra caridad –el que recibe caridad siempre queda en una posición inferior– como un trato de tú a tú. Por estos dos motivos he empezado este reportaje especificando los países de origen de cada uno de los que ha hablado conmigo. A continuación, los matices de sus opiniones y sus esperanzas.

De pobrecitos, nada

Cuando le dije al director de cine senegalés Moussa Touré que quería entrevistarle porque preparaba un reportaje sobre inmigración y África, me miró extrañado: “¿Ya serás capaz? No es tan fácil escribir sobre toda África”, parecía querer decirme. Entonces le hice la primera pregunta, sobre si estaba de acuerdo con lo que me había dicho otro africano:

–¿De qué país era? –respondió. No era, claro, de Senegal, así que lo que había dicho el otro africano no le servía.

Moussa acaba de rodar un documental sobre la inmigración maliana en un pueblo cerca de Barcelona. El mismo Moussa hacía las preguntas mientras filmaba: “Tienes que saber cómo son los malianos para saber qué tienes que preguntarles. Por ejemplo, ellos me decían que los catalanes son cerrados; pero yo les contestaba: ‘También los malianos sois los más cerrados de África del Oeste'. Y ellos lo admitían. Así es como puedes averiguar algo. No es tan sencillo”. Moussa me recita a continuación una detallada lista de los caracteres de cameruneses, senegaleses, malianos o nigerianos, que no anoto y ahora no recuerdo.

Moussa Touré es alto, recio y lleva un gorrito de colores, que le da un toque musulmán, su religión. Le pregunto si cuando un senegalés sale de su casa para venir a Europa sabe que se juega la vida en la travesía: “Cuando uno emigra sabe que puede morir. Pero se van para sobrevivir. ¿Sabes qué es sobrevivir? Cuando uno tiene hambre, cuando necesita dinero, y sabe que el dinero está allí, va hacia allí, no hay otro remedio. Haya los riesgos que haya”. Esta necesidad hará que siempre haya inmigración: “Yo lo he preguntado en mi documental y tanto gente de aquí como los malianos me han dicho que nada detendrá la emigración. Los políticos hacen como si pudieran pararla, pero el pueblo sabe que es imposible”.

Lamento entonces en voz alta el destino trágico de los senegaleses, que deben arriesgarse tanto para conseguir mejorar. Pero a Moussa no le gusta que diga “pobres senegaleses”. Él vive en Dakar con su familia y no lo cambiaría: “Cuando llevo unos días en Europa, ya quiero irme. Aquí la gente se preocupa demasiado”. (Todos los africanos con los que he hablado –sin excepción– quieren volver algún día a sus países, y algunos llevan 20 o 30 años aquí.) Moussa dice que ellos están mal, sí, pero aquí tampoco podemos presumir: “Nosotros los africanos nos tenemos que apañar. Sabemos que hay gente más fuerte que nosotros, que pone vallas más altas para que no pasemos. Pero los españoles tenéis a Estados Unidos, que os pone problemas”. Quizá exagera, le digo: un español no se juega la vida cuando va a Estados Unidos. Se pone serio: “Está bien, no te la juegas, pero un español tiene ya el hábito de circular libremente, sin barreras, lo lleváis en lo huesos, así que si un día te paran, te hierve la sangre. Cuando tienes tanta libertad, sólo que te quiten un poco, es como si te mataran.”

A Moussa le disgusta que miremos con pena a sus compatriotas: “Yo digo a menudo que está bien mirar a los demás, pero miraros vosotros también. Déjanos hablar de ti. Un africano puede decir: ‘Está bien, vosotros me miráis saltar la valla, es triste; pero ahora yo os voy a decir algo: id a Estados Unidos y veréis cómo os cachean en la frontera'. De acuerdo, con eso no arriesgas tu vida, pero cuando te tocan tu libertad es como si lo hicieran. Puede darte pesadillas”.

La formación es la clave

El ingeniero beninés Parfait Atchadé lleva seis años en España. Dirige Etnia, que es una empresa con sede en Barcelona cuyo objetivo es crear centros de formación técnica en África. Parfait nació en Benín hace 31 años y creció en Camerún. Estudió en La Salle –“mereció la pena, allí el sistema educativo es más estricto que aquí”– y luego pudo ir a Canadá y España, donde tuvo que repetir sus estudios por falta de convalidación.

Para Parfait, el mayor problema de África es el desorden, la falta de organización. Y el segundo, la formación. Estos dos grandes problemas hacen que el fatalismo esté instalado en África. “Hemos heredado bastantes cosas que no están en función de nuestras necesidades. Imagínate que a una abuela que siempre ha bailado la sardana, llegan un día y le hacen bailar funky. Y no le explican por qué. Vivimos en África con un proyecto que no sentimos nuestro”. Pone otro ejemplo: “No es que el sistema sea malo, es que no está adaptado a las necesidades de África. En España, en verano, nadie trabaja. ¡Pero es que en África siempre es verano! Tenemos que sentarnos para pensar. No es tan sencillo arreglarlo”.

Quizá, le sugiero, el dinero que llega desde Occidente y los famosos Objetivos del Milenio de Naciones Unidas para eliminar la pobreza puedan ser un camino: “Más que en el Milenio, creo en la persona. No se cumplirán nunca esos Objetivos. Fíjate cuántos años llevamos hablando del 0,1, del 0,2 o del 0,7 por ciento de cooperación. La política nunca va a hacer nada. La política es una bestia. Hay que olvidarse un poco de ella y ponerse a andar, porque el camino será largo”. Está claro que los dirigentes africanos tampoco ayudan: “Son peones de Occidente y además son nuevos ricos, que son los peores. Y tienen todo el dinero aquí. Y desde aquí, como si no lo supiéramos, pedimos democracias para África: ¿cómo vamos a instaurar democracias con las tasas de analfabetismo que tenemos?”.

A pesar de estas quejas razonadas, Parfait es partidario de olvidarse del pasado y ponerse a trabajar: “Creo que ha llegado el momento de dejar de observar y analizar el pasado. Tenemos que empezar de nuevo”. ¿Cómo? Parfait cree mucho en su proyecto, Etnia (www.etnia.org), y parece que con motivos. Para explicarlo pone un ejemplo de cómo se hacen las cosas hoy. “Camerún necesita una carretera del norte, donde están las minas, al sur, la costa. Muy bien. Pedimos dinero al Banco Mundial y se construye la carretera. Pero cuando se termina, el 99,9 por ciento de los que han llevado a cabo el proyecto se vuelven a Occidente.”

Etnia intenta crear centros de formación en parques tecnológicos para que empresas occidentales puedan instalarse en África y encuentren a gente formada e infraestructura. Etnia se autofinancia gracias a su estructura empresarial. Una vez los centros instalados en cada país, será la gente de allí quien los dirija: “Hay que hacer proyectos que se autoalimenten, que crezcan. También hay que pensar en las necesidades para cada país. No podemos calcar el plan de Camerún para Costa de Marfil”.

Etnia es una propuesta cautivadora, pero está pensada para que dé frutos en unos años y en algunas regiones. Le pregunto por la inmigración actual: “Es un problema muy complejo, amigo mío. Si no formas a la gente, no les das un mecanismo de realización. Los africanos salen porque el instinto se lo pide. Imagínate cómo si no puedes llegar desde Camerún hasta Marruecos. No sé si has mirado el mapa, pero hay un montón de países y unas distancias enormes. Tienen que dejarse mucho dinero, sin contar las posibilidades de dejarse la vida y las noches que pasan pensando sobre ello, en conciencia. Son gente que, para empezar a moverse, está desesperada”.

¿Es la valla una solución? “Yo entiendo que tiene que haber fronteras. Aquí en Europa nos hemos olvidado un poco de las fronteras, pero los africanos necesitamos visados para ir de un país africano a otro. Cada país tiene sus leyes y me parece bien. Pero la animalada que pasó en octubre, es demasiado”. ¿Alguna solución? “La inmigración debe estar regulada. Y el mejor sitio para hacerlo es en los países de origen, con nuestras embajadas.” (Parfait cuando habla de las embajadas o del gobierno de España, dice siempre “nuestras” o “nuestro”.) Esta solución de las embajadas y los visados es la que me han dado africanos y españoles para mejorar la llegada de inmigrantes.

A Parfait le pregunto si tiene alguna otra solución rápida para África: “Profesionalizar las ONG”, dice. “Se les tienen que pedir resultados. No podemos dar dinero pensando que están resolviendo la vida de esta gente y no pedir resultados. Quizá sea porque uno se sienta mejor dando sin pedir consecuencias. Es obvio que las ONG no hacen bien su trabajo, porque con todo el dinero que manejan, la situación tendría que haber empezado a cambiar hace tiempo”. Le digo que si publicamos esto habrá gente a quien no le gustará. Pero continúa: “¿Por qué alguien de aquí tiene que ir a África un mes y resolver un problema? Lo mejor es que eduquen africanos. Las ONG hacen proyectos puntuales. Ponen un pozo mecánico y cuando se estropea ¡lo cambian por uno manual! La clave es formar la gente de allí.” Parfait está muy convencido.

Mejor ayer que hoy

Joey me convoca para la reunión de la ejecutiva de la Asociación de Ghaneses de Barcelona, que celebran los jueves por la noche: “Así verás lo que decimos todos”. El día que voy acuden tres miembros de la junta: Joey –que es el vicepresidente–, el tesorero y la secretaria. La reunión tiene que celebrarse en un centro cívico de un barrio de Barcelona, pero todas las salas están ocupadas por otras asociaciones. Así que nos vamos a la tienda del tesorero, donde vende productos “africanos y catalanes”, según un cartel.

El tesorero lleva 23 años en Barcelona, Joey, 16, y la secretaria, unos 10. Tanto el contable como Joey están casados con españolas, pero todos quieren volver algún día a Ghana, que se ve que es un país próspero: “Hay muchos españoles viviendo en Ghana”, aseguran orgullosos.

Los tres entraron con visados concedidos por la embajada –el tesorero vino de Holanda–, sin riesgos. Al principio, encontraron un poco de racismo. Joey, por ejemplo, trabajaba en un gimnasio: “A los españoles no os gusta trabajar, os gusta disfrutar. Yo hacía mi trabajo mejor y más rápido que mis compañeros y me decían que me fuera a mi país. Había muy pocos negros aquí”.

En Barcelona hay apenas 200 ghaneses, pero en Vic –ciudad a 70 kilómetros de Barcelona con una potente industria cárnica– hay una comunidad de unos 1.000, de llegada más reciente. Joey los conoce: “Muchos lo pasan mal; esto no es el paraíso que esperaban”.

Con su experiencia, les pido si recomendarían a un familiar suyo que viniera a España sin visado, saltando desde Marruecos. Los tres coinciden en que si tienes un poco de dinero y puedes montar un pequeño negocio es mejor quedarte en Ghana. Y los que vengan, que lo hagan sólo para buscar ese capital inicial. Uno apunta que la mejor solución es que la embajada española dé más visados en origen. Pero la secretaria pone reparos: “Aunque den 100 visados siempre habrá más que quieran entrar”.

Acuerdan que la mejor manera de venir es la agrupación familiar. Me hablan del caso de un compañero que hacía poco había pagado 4.000 dólares para que una agencia ghanesa consiguiera un visado de agrupación en la embajada española. Este visado se consigue sólo con el dinero y un billete de avión de ida y vuelta. Esto de la agencia y los 4.000 dólares suena a poco legal. Se lo pregunto, pero levantan los hombros, sonríen y callan. Una vez aquí el pariente, se queda. El billete de avión de vuelta lo pierde. “Lo importante es entrar”, confirman. “Una vez aquí ya te buscas la vida”. Por lo que veo, todos los emigrantes que se “buscan la vida” conocen los entresijos de las leyes de inmigración mejor que nadie.

Hablan también de las célebres mafias con naturalidad. Dicen que les comen el coco a los que quieren venir. De los acontecimientos de la valla, dicen que el único problema fue que querían saltar muchos de golpe, y que ahí se equivocaron.

Me intereso por lo que creen de la labor de las ONG. El vicepresidente me dice: “Mira, yo tengo 50 años. Cuando era muy pequeño, en Ghana y en Costa de Marfil había fábricas de dos grandes ONG –son dos entidades que todos conocemos, pero no voy a poner el nombre aquí porque no tengo modo de comprobarlo– de donde entraban y salían hombres blancos continuamente. Como mucho, trabajaban ahí una docena de negros. ¿Cómo van a ayudar a un país de 20 millones de personas como Ghana?” ¿Y nunca entrasteis a ver qué hacían? “Qué va. Nadie se atrevía”.

Acabamos hablando de sus familias. Todos descienden de familias hipernumerosas: uno son catorce hermanos –de padre polígamo–, otra nueve y otro “sólo” cinco. ¿No será tanta gente un problema para la economía? No. “En Ghana o tienes al menos cinco hijos o no eres nadie”. Para que una mujer sea respetada, tiene que haber pasado por muchos partos: “Así sabe qué es sufrir y entiende mejor la vida”. Un hombre que se pretenda tal no puede serlo sin al menos cinco hijos. Les pregunto por qué. No lo saben, pero es así. De hecho, la secretaria tiene sólo tres, pero ha tenido dos abortos –uno de gemelos: “Entonces fue cuando dije basta. Ya he cumplido.” Y es muy respetada, al menos por sus compañeros de junta.

Cabo Verde va bien

En el monasterio de Poblet estudian cuatro novicios caboverdianos. Que les fuera a encontrar un periodista de Barcelona, les pareció extraño. Pero cuando empecé a preguntarles por los problemas de África parecía que aquello no iba con ellos: “Cabo Verde va bien”, se defendían. De hecho, un día los cuatro novicios –que se llaman Adilson, Fernando, Bemvindo y Lizito– fueron a recoger manzanas a una finca cercana al monasterio. Para ayudar. Parece que alguien preguntó quiénes eran aquellos jóvenes –tienen todos unos 20 años. Y un hombre contestó de buena fe: “Son africanos”. Uno de ellos lo oyó y ahora lo cuenta irritado: “No somos africanos. ¡Somos caboverdianos!” Y es que con la mitad de la población emigrada, con una buena relación con Portugal –la ex metrópoli– y con apenas conflictos étnicos, Cabo Verde resulta un lugar africano privilegiado: “En Cabo Verde no se refleja mucho la imagen de África”, cuenta Lizito, que es el más joven y el que más ganas tiene de hablar.

Quizá ayude la geografía. Cabo Verde es un archipiélago alejado de la costa africana y de amplia mayoría católica –“un 96,3 por ciento de católicos”, especifica con orgullo Bemvindo–, aunque convive, reconocían, con la práctica oculta de tradiciones africanas.

Uno de los grandes problemas que tienen los jóvenes es la falta de escuelas y que la universidad sea privada y muy cara, así que sin beca no hay quien estudie. Pero ellos, como quieren ser sacerdotes, se han acogido a la oferta que les hizo Poblet de venir a estudiar aquí a través de un cura aragonés que vive en Cabo Verde.

Durante la preparación de este reportaje se celebró en Barcelona la décima edición del Festival de Cine Africano, donde vi el documental El malentendido colonial, del camerunés Jean-Marie Teno. En él, un pastor camerunés cuenta las diferencias entre dos misioneros del siglo xix, Joseph Merrick y Alfred Saker. Merrick, hijo de un antiguo esclavo jamaicano, veía a Dios en las almas de los africanos y creía que su misión era trabajar para elevarlas mediante la palabra de Dios. Saker, inglés y sucesor de Merrick, estableció los ideales cristianos occidentales como único camino de salvación. Cuando les conté esta historia los cuatro novicios saltaron al unísono alabando a Merrick (hoy en Camerún sólo se puede encontrar un memorial a Saker). El comportamiento de Saker puede servir como ejemplo de algunos tipos de relación entre África y Occidente.

Españoles exóticos

Nati es una enfermera guineana. Vino junto a su marido en 1971, cuando Guinea Ecuatorial era aún una provincia española. A pesar de los 34 años aquí, y de encontrarse bien, quiere volver algún día a su país.

Nati tiene tres hijos, nacidos aquí, que dominan catellano y catalán, pero que sólo entienden el ndowé, la lengua de sus padres. “El niño immigrante debe tener raíces, un respaldo. Un día le podrán echar en cara que no es español. De hecho, cuando conoces a alguien aquí, una de las primeras preguntas que te hace es de dónde eres. Yo soy española. La gente no entiende que hay negros españoles. Así que soy una española exótica. Por tanto mi sitio y el de mis hijos está en Guinea.”

Nati echa de menos también otras cosas de África.

Aquí entre semana al caer la noche hay poca gente por la calle, las puertas de las casas siempre están cerradas. Nati mira a su alrededor en el bonito piso donde vive, y suspira: “Estas cuatro paredes”. Las paredes se le caen encima.

Como veo que Nati es una madre de familia serena, le pregunto por lo que me han dicho los ghaneses, que sin cinco hijos un hombre o una mujer africanos no son nadie: “Es que hay que tener hijos –dice Nati. No sé cuántos, pero varios. ¿Qué es una casa sin niños? ¿Cómo vais a mantener toda esta infraestructura que habéis montado en Europa sin hijos?” Y señala por la ventana los edificios al otro lado de la calle.

La mayoría de guineanos que vienen a España lo hacen con visado: “Los guineanos son muy sufridos”, dice Nati. Su condición de ex colonia española también les facilita las cosas.

Hoy viven bajo una dictadura. “Lo que no se entiende de Guinea es que sólo seamos medio millón de personas en un país con mucho petróleo –además de café, cacao y plátanos– y no haya luz en las casas. ¿Dónde va a parar el dinero?” Es una buena pregunta.

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