El fallecimiento del presidente Adolfo Suárez ha generado multitudinarias expresiones de gratitud, de admiración y de adhesión hacia él mismo y hacia la obra política que lideró. En un momento en que parece existir una profunda desafección de la sociedad hacia sus políticos y hacia la política misma, la figura de Adolfo Suárez y el tiempo de la Transición contrastan vivamente y evocan años en los que los políticos y la política misma generaron ilusión y ofrecieron soluciones a los problemas esenciales de los españoles. La Transición se produjo en mitad de una grave crisis económica, de un cambio social vertiginoso y de una violencia política brutal, pero el país no perdió su rumbo y logró culminar la creación de una democracia moderna que pudo integrarse en Europa y desencadenar todas las capacidades de progreso de España.

La rememoración de ese tiempo -sin necesidad de caer en la mitificación- es, pues, muy justa y muy conveniente como motivo de autoestima de una sociedad que en ocasiones tiende a perder de vista sus propios éxitos.

Pero este acontecimiento ha puesto de relieve algo más, de la mayor importancia. Durante demasiado tiempo y por demasiadas personas e incluso instituciones se viene jugando al peligroso juego de la desacreditación de nuestro modelo político, mediante una inconcreta pero constante imputación de algún "pecado original", suficiente para exigir su desmantelamiento por vías diversas. De haberlo habido, es evidente que ese pecado original se habría encarnado en la persona misma del presidente Suárez, entre otros. Y, la verdad, no parece que esa sea precisamente una imputación de mucho recorrido a la luz de los acontecimientos: ni es creíble ni puede invocarse con éxito en ninguna parte. Más bien lo contrario: el papel histórico acreditado por Suárez es el de haber ayudado decisivamente a construir una democracia plena y consensuada, y así se reconoce internacionalmente.

Pasado un tiempo -probablemente breve-, volveremos a escuchar y a leer descalificaciones más o menos elaboradas de nuestra Transición y de sus protagonistas. No estaría de más que recibieran justa réplica, porque resulta llamativo que quienes practican ese irresponsable juego sean con frecuencia los máximos beneficiarios en términos de ejercicio de poder del sistema que tratan de desacreditar. Nada en la sociología política española avala su posición a la hora de la verdad.

El legado de siete años de impulso gubernamental al revisionismo y la memoria histórica incluye un debilitamiento de las instituciones y la moda -ya decadente, según todos los indicios- de la antipolítica. Pero los españoles no contemplan ni de lejos alternativa alguna a la participación política ordenada mediante elecciones, partidos, división de poderes y respeto de las leyes. Cuarenta años de democracia -tan real como puede llegar a ser- han arraigado su costumbre y han consolidado una sociedad tan segura de sí misma que es capaz de abrir un amplio espacio para quienes desean mostrarse críticos con ella.

Hay plena vigencia social de los mismos valores políticos que impulsaron la Transición, más allá de las lógicas evoluciones y los cambios naturales: reforma frente a ruptura; inclusión frente a exclusión; moderación frente a radicalidad; voluntad de concordia frente a voluntad de discordia; defensa del Estado de derecho frente a arbitrariedad; sociedad abierta frente a sociedad cerrada. Es decir, vigencia de la nación de ciudadanos que encontró su adecuada expresión política en 1978, personas que se reconocen como miembros de una misma comunidad de derecho y se conducen de acuerdo a ese reconocimiento. Y rechazo de lo que pretende terminar con ese orden de libertad.

La democracia de 1978 sigue siendo un motivo de orgullo colectivo para la gran mayoría de los españoles. Por eso, en su fallecimiento, el presidente Adolfo Suárez, y su familia, han recibido muestras tan variadas, tan numerosas y tan sinceras de afecto y de agradecimiento. Un reconocimiento que ha sido nacional. Porque con la Constitución no celebramos solo nuestra historia, celebramos nuestra libertad.

Se incurre en ocasiones en una contradicción palmaria al invocar a Suárez como modelo al mismo tiempo que se actúa para debilitar sus mejores logros. De hecho, se le invoca en ocasiones como modelo de lo que no hizo, y como artífice de lo que evitó. Si su obra merece aprecio, lo lógico es procurar su protección, no patrocinar su desafío. No tiene sentido declararse su admirador y al mismo tiempo avalar su puesta en cuestión. Quizás algunos han pensado que su papel en la política consiste en ser "Suárez otra vez", en hacer una segunda transición que reprodujera el mismo patrón que la primera pero sin su sentido histórico e ignorando algo básico: que la primera salió bien, y que, por tanto, la segunda transición carece de sentido si se basa en la negación de lo que la primera logró.

El presidente Mas apeló a la figura de Suárez para apoyar su ataque a la Constitución, que encontró poco después la clara refutación del Tribunal Constitucional desde el punto de vista jurídico: Cataluña no es un sujeto jurídico soberano, obviamente. Pero la apelación por parte de Mas a Suárez no solo es ridícula por razones jurídicas (uno desea quebrar la soberanía nacional y el Estado de derecho que el otro hizo efectivos; en realidad Mas promueve el camino inverso al que Suárez completó), sino también porque no hay nada más distante de lo que se requiere para llevar adelante un proceso constituyente viable que las actitudes políticas predominantes hoy en Cataluña.

Si no fuera por la Constitución y por las instituciones que a través de ella hacen posible la convivencia en Cataluña, la sociedad catalana avanzaría de la mano del secesionismo hacia la confrontación civil. No hay posibilidad alguna de consensuar en Cataluña un marco de convivencia capaz de sustituir al vigente y que pueda tener mayor rendimiento integrador ni que responda mejor a la realidad social de Cataluña. Afortunadamente para Cataluña, hay Constitución. La que Suárez deseó y, en buena medida, hizo posible.

España debe abordar hoy problemas nuevos, complejos. Pero tiene a su disposición, entre otros, el ejemplo de Adolfo Suárez y de muchos más. Y la evidencia de los éxitos. Con esa misma voluntad es necesario encararlos, y para ello es necesario disponer de conocimiento solvente y riguroso, como el que proporcionan los trabajos que recoge el número 42 de Cuadernos de Pensamiento Político, que son los siguientes: "Carta abierta a Europa", de Ana Palacio Vallelersundi; "Presente y futuro del Movimento Cinque Stelle", de Gianfranco Pasquino; "Un análisis global sobre América Latina", de Carlos Pagni; "La descomposición del Oriente Medio", de Rafael L. Bardají: "Los cuatro jinetes del terrorismo internacional", de Ignacio Ibáñez Ferrándiz; "ETA, el relato y el día después", de Jon Juaristi; "Sabino Arana Goiri odiaba Bilbao", de Pedro José Chacón Delgado; "Cataluña: entre el nacionalismo clerical y la secularización acelerada", de Jorge Soley Climent; "El debate entre derechos y políticas", de Paloma Durán y Lalaguna; "¿Deberían estar regulados los lobbies en España?", de Mª Isabel Álvarez Vélez; "John Stuart Mill y la misión de la Universidad", de Carlos Mellizo; "La invención de la comunidad imaginada. Benedict Anderson y los malentendidos sobre las naciones y el nacionalismo", de Ángel Rivero, y "Hacia una nueva Ilustración: el encuentro de razón y fe en Habermas y Ratzinger", de Mario Ramos Vera.

Por su parte los libros reseñados en este número de primavera han sido: ¡Matadlos! Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se atentó en España (Fernando Reinares), por Roberto Inclán; Duty. Memoirs of a Secretary at War (Robert Gates), por Juan Tovar Ruiz; The Myth of America's Decline. Politics, Economics, and a Half Century of False Prophecies (Josef Joffe), por Mira Milosevich; Le reflux de l'Europe (Zaki Laïdi), por Antonio Rubio Plo; Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830) (John H. Elliott), por Luis Castellví Laukamp; y La cultura política liberal. Presente, pasado y futuro (Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón), por David Carrión.

 

 

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