En abril de 2008, durante su discurso de investidura en el Congreso de los Diputados, José Luis Rodríguez Zapatero cifró así su programa de gobierno:
"Pido su confianza para proseguir durante los cuatro próximos años el crecimiento y la prosperidad de España. Y para superar de la mano de empresarios y trabajadores la fase de desaceleración económica que atraviesa nuestra economía en el contexto mundial.
Pido su confianza para traducir ese crecimiento económico en crecimiento social, para generar más y mejor empleo; para alcanzar la definitiva igualdad entre hombres y mujeres -también en los salarios-.
Pido su confianza para lograr entre todos una administración eficiente, enteramente puesta al servicio de los ciudadanos para resolver sus problemas con agilidad.
Pido su confianza para forjar las instituciones que garanticen la unidad y encaucen la diversidad de un país unido y diverso como es España.
Pido su confianza para alcanzar mediante la unidad la victoria de la democracia frente al terrorismo, para disfrutar de una España más segura en sus calles, en las carreteras, en los centros de trabajo. Que plante cara al delito, a la imprudencia en la conducción, a los accidentes laborales.
Pido su confianza para alcanzar las cotas de educación y cultura que merece una gran potencia como es España.
Pido su confianza para ahondar en nuestro empeño europeísta, para defender la legalidad internacional, para combatir en primera línea contra el cambio climático, la pobreza y a favor de la paz.
Pido su confianza para llevar adelante esta idea de España. Y para hacerlo sumando el mayor número posible de voluntades, gobernando para todos, en diálogo con todos, con respeto a todos."
Puede decirse que en esta declaración existen ocho grandes proyectos políticos, áreas sobre las que el Presidente pretendía concentrarse: crecimiento económico, empleo, gestión pública, cohesión territorial, seguridad, educación, política europea y exterior y, finalmente, algo que podemos denominar legítimamente "talante".
El año 2010, sin embargo, se ha cerrado con una crisis económica sin precedentes que continúa profundizándose; con un mercado laboral asolado; con unos presupuestos de imposible cumplimiento y con las entidades autonómicas y locales sin poder pagar sus deudas; con una fractura territorial abismal; con inmensos interrogantes sobre el futuro de la política antiterrorista y con una degradación grave de la seguridad pública; con un sistema educativo que acaba de mostrar de nuevo en los informes PISA su bajo rendimiento y su fragmentación; con nuestro país desaparecido de la escena internacional y con la Unión Europea atravesando su peor momento en mucho tiempo y pendiente del futuro de España para poder resolver el suyo. Y, finalmente, con una prórroga del estado de alarma como vía de resolución de una disputa laboral de las muchas que ya se están produciendo y que siguen en el tiempo a una huelga general.
La idea de que todo esto es el fruto inevitable de un contexto internacional poco favorable que inopinadamente se ha cruzado en el camino del Gobierno, resulta ser una excusa ya sólo creíble en unos pocos metros a la redonda del Presidente. Espacio, ése, al que parece limitarse ahora el alcance máximo de su doctrina, hasta no hace mucho supuestamente planetaria o, al menos, transcultural.
Si hace algo más de dos años Rodríguez Zapatero logró que un número suficiente de parlamentarios le dieran la confianza que pedía, hoy, el apoyo que le siguen prestando ya no puede justificarse con esa misma razón. La confianza puede prestarse en ausencia de evidencias en contra, pero no cuando se dispone de ellas de manera abrumadora. No cuando las cifras y los hechos son incontestables. Si la confianza permitió poner en marcha la legislatura, la certeza del desastre debería ponerle fin.
Sin embargo, no es ni será así. Y no sólo porque haya algunos interesados en alargar la vida de un Gobierno débil y manejable. También porque la clave real del plan que se presentó ante el Congreso de los Diputados en 2008 no estaba en las ocho grandes propuestas antes mencionadas sino en algo distinto y más decisivo. Los ocho pilares que el Presidente enunció, y que hoy sólo pueden considerarse cristalinamente fracasados, no eran fundamentales en sí mismos; lo eran sólo en la medida en que servían a un propósito superior, a una idea de país muy particular.
Aunque apenas se ha reparado en ello, una de las palabras más significativas del discurso de investidura de 2008 fue "decencia". "Decencia" (o "decente") apareció en numerosas ocasiones en ese discurso. Y no apareció de cualquier modo. Al contrario, "decente" es la palabra con la que Rodríguez Zapatero pretendió caracterizar la esencia de su obra política, lo que lo distinguía a él de todos los demás y especialmente de los Gobiernos del Partido Popular. "Acudo -afirmó- a solicitar su confianza no sólo para formar un Gobierno y presidirlo, sino para impulsar una clara idea de España: un país próspero y a la vez decente".
Según parece, los datos económicos y sociales de los Gobiernos del Partido Popular por deslumbrantes que fueran tenían un problema: eran indecentes. Lo eran porque el crecimiento, el empleo, la movilidad social, la fortaleza del sistema de pensiones, las infraestructuras, la capacidad investigadora, los avances sanitarios o el peso internacional del país, por ejemplo, carecen de valor social hasta que ese valor es instilado por el Gobierno del Partido Socialista, sin el cual, al parecer, ninguna de esas cosas rinde beneficio real para las personas que las disfrutan. O si se prefiere, las disfrutan de un modo indecente. Y el Gobierno popular no quiso poner ese valor en sus políticas: aunque sus resultados fueran extraordinarios y la vida de la gente mejorara realmente, eso no era suficiente.
Ésa era, en realidad, la verdadera misión de Rodríguez Zapatero, según afirmó él mismo a lo largo de su discurso: no hacer una España próspera, que ya lo era -y según él lo seguiría siendo sin problemas porque la economía española tenía unos fundamentos económicos "más robustos" que las demás-, sino poner decencia en esa prosperidad sin valores generada por el PP. Es decir, poner el sello de Zapatero en las cosas buenas que ya estaban teniendo lugar en la sociedad española antes de 2004 y que siguieron teniendo lugar por pura inercia hasta unos años después.
Y el sello se puso. Pero, por desgracia, ha resultado tener un efecto fatal. Porque ¿qué es decencia, a juicio del Presidente del Gobierno?, ¿en qué debía consistir ese sello que él quería poner en la prosperidad española con la que se había encontrado al llegar al Gobierno? Decencia es que el Presidente intervenga para "distribuir con equilibrio la riqueza que se genera".
Es decir, decencia es socialismo en la versión de Zapatero, que es quien determina lo que es equilibrado y lo que no. Y eso implica olvidar cómo y quién genera la riqueza, dando por supuesto que seguirá generándose sola y que se puede intervenir de cualquier manera para redistribuirla en cualquier medida sin que se resientan las armonías que toda sociedad de bienestar viable debe respetar para perdurar. Esas armonías debían ser sustituidas por los equilibrios que el Gobierno, actuando sobre esa base ideológica, estimara pertinentes.
Con esa idea primaria como guía, y para hacer de España un país decente, el candidato a repetir como Presidente anunció su intención de concentrarse en distribuir la riqueza equilibradamente entre "1) quienes carecían de empleo; 2) quienes vivían de una pensión; 3) quienes eran discapacitados; 4) quienes tenían salarios bajos y, finalmente, 5) las víctimas de la violencia (de género)". Ésa fue la misión histórica que Zapatero se fijó: dignificar la prosperidad de España evitando que fuera la sociedad por sí sola la que la generara y la que le diera un sentido social cohesivo en forma de empleo, de ahorro, de inversión, de bienestar o de cohesión familiar, por ejemplo. Eso no valía: era el Gobierno socialista el que debía fijar ese sentido sin restricción a priori y hacerlo cumplir.
Pues bien, si ésa era la intención y eso era decencia, parece de justicia convenir en que España es hoy un país notablemente menos decente que hace dos años. Y lo es porque la decencia del Gobierno socialista ha resultado ser infinitamente menor que la de la sociedad española, que fue la verdadera protagonista del progreso de los años anteriores, y porque ahora, lamentablemente, en España hay mucho más Gobierno y mucha menos sociedad.
No sólo se han cegado las fuentes del progreso económico sino que ha quedado acreditado que la gestión del socialismo ha situado al país ante la circunstancia histórica 1) del paro masivo, 2) de la insostenibilidad del sistema de pensiones, 3) del fracaso palmario de las políticas de dependencia, 4) de la pérdida de poder adquisitivo con carácter general y, 5) trágicamente, de una violencia social que está muy lejos de desaparecer, más bien al contrario. "El país que quiero no puede tolerar que cada semana muera una mujer por la violencia machista", se afirmó en el discurso mencionado.
Lo que el socialismo español entiende por un progreso decente ha resultado ser una combinación de puerilidad en la gestión económica y sectarismo en casi todo lo demás. La consecuencia es un país económicamente situado al borde de la intervención por sus socios europeos, un país fracturado y sin esperanzas a corto plazo. Un país débil y despreciado por aquellos que se suponía iban a ser sus nuevos aliados, desde Maruecos hasta Venezuela, que se precipitan hacia la ilegalidad y la vulneración de los derechos humanos, y sobre cuyos Gobiernos los ciudadanos españoles han desarrollado una natural prevención simétricamente opuesta a la obsequiosidad mostrada por el socialismo español. Un Gobierno, en fin, desesperado por recobrar siquiera una mínima visibilidad en su relación con los que jamás debieron dejar de ser su prioridad, desde Alemania hasta Estados Unidos.
En la relación con Norteamérica se ha producido en el socialismo español una notable mezcla de desprecio público y delectación privada, ahora desvelada y verdaderamente epatante. Mezcla a la que se suma la incapacidad para interpretar correctamente los procesos políticos genuinamente estadounidenses, como lo es el fenómeno del Tea Party. Sólo en el contexto de la cultura política y de las instituciones norteamericanas es posible comprender el sentido y el desarrollo del Tea Party, su imposible e indeseable traslación o incluso imitación en el contexto español, y los éxitos y los fracasos que ha protagonizado en las recientes elecciones de noviembre.
Un Gobierno y un partido que han perdido tan claramente su conexión con la opinión pública como se ha puesto de manifiesto en las elecciones celebradas en Cataluña, desarrollan con facilidad un temor pánico ante cualquier posibilidad de iniciativa popular y de contestación social. Pero en España, la contestación útil al socialismo es la que representa el Partido Popular. El socialismo ha agotado un ciclo de gobierno que, por el bien de todos, debe tener su final lo antes posible, y debe tenerlo en forma de victoria clara del proyecto político popular.
En este contexto nacional, actuar con decencia hoy no significa nada de lo que el socialismo ha supuesto. Decencia significa respetar las instituciones y los procesos políticos previstos incluso cuando esos procesos juegan en contra de uno mismo. Decencia significa hacer uso de los poderes gubernamentales y parlamentarios siempre en defensa de los derechos y de las libertades, y no contra ellos y como arma partidista. Y significa aceptar que se regenere un sistema político que lo necesita con urgencia. Decencia es reconocer el daño que se hace y es ponerle fin.
Sobre ese daño y sobre la forma de superarlo con la mayor rapidez posible tratan, una vez más, los artículos que se recogen en el número 29 de Cuadernos de Pensamiento Político. Esos artículos son los siguientes: "La España irrelevante. Seis años de política exterior socialista", de Florentino Portero; "Una nueva política comprometida con el bienestar y la prosperidad de los españoles", de Fernando Navarrete; "¿Qué haría Obama si fuera profesor de empatía?" de Clifford Orwin; "El fenómeno 'Tea Party'", de Gerard Alexander; "El mercado digital europeo", de Pilar del Castillo; "Los cuatro grandes problemas de nuestra democracia", de Manuel Ramírez; "Más allá del 'llamado problema catalán'", de Xavier Pericay; "Del éxito escolar a la reducción del 'abandono escolar temprano'", de Fernando Sánchez-Pascuala Neira; "La reforma de los servicios públicos de empleo", de Mónica Mullor; "Roger Scruton y los usos del pesimismo", de Alicia Delibes; "Los judíos sefardíes y la patria española", de Jorge Trías Sagnier; y "Volver a la racionalidad jurídica del Estado. Doscientos años de constitucionalismo iberoamericano", de Xavier Reyes Matheus.
Las reseñas que trae este número invernal son: Leopoldo Calvo-Sotelo. Un retrato intelectual (Pedro Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, editor), por Carlos Robles Piquer; La hora de los economistas (Luis Perdices de Blas y Thomas Baumert, coordinadores), por Mikel Buesa; Libelo contra la secta (Hermann Tertsch), por Pilar Marcos; Cómo salimos de ésta (Nouriel Roubini y Stephen Mihm), por Carlos Fernández Ojea; La lógica de libertad. Reflexiones y réplicas (Michael Polanyi), por Alfredo Crespo Alcázar; Contrarrevolución o resistencia. La teoría política de Carl Schmitt (1888-1985) (Carmelo Jiménez Segado), por Mario Ramos; El patriota y otros ensayos (Samuel Johnson), por Iván Gil-Merino; y La ola verde. Crónica de la revolución espontánea en Irán (Témoris Grecko), por Jaime Guisasola Masaveu.