Finalmente, y como era de imaginar, la Presidencia española de la Unión Europea ha resultado ser inolvidable. Por primera vez, no sólo no ha servido para otorgar una relevancia especial al país que la ejerce sino que se ha producido la circunstancia opuesta: ante los ojos de toda Europa el Gobierno español ha revelado su hechura adolescente, por momentos pueril, y ha hecho explícita su completa incapacidad para conducirse de un modo responsable. No es de extrañar que haya dejado entrever su alivio al saberse liberado del peso de una obligación que día a día ponía de manifiesto la inmensa distancia que media entre sus responsabilidades y sus capacidades.
Se nos pidió permanecer atentos al gran día, pero la conjunción no ha sido planetaria, sólo ha sido adversativa. El Gobierno esperaba del semestre europeo un nuevo impulso y un nuevo protagonismo internacional, sin embargo, apenas podemos recordar la grotesca imagen de un magistrado, sedicente apóstol de la justicia universal, recibiendo agradecido el apoyo público de quien ha introducido en la Constitución de Bolivia la "jurisdicción indígena originario campesina", a la que obligatoriamente han de sujetarse los miembros de cualquier pueblo indígena -que quedan irremediablemente confinados en ese estatuto personal- y que debe ser acatada por "toda autoridad pública o persona", según una "Ley de deslinde jurisdiccional".
Se ha aprovechado la Cumbre Unión Europea-América Latina para celebrar el final de la nación boliviana en sentido moderno y la regresión hacia la servidumbre, con la whipala como estandarte y símbolo del "Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario". Estado de raíz teocrática y, al parecer, también "pachamamacrática", puesto que Bolivia se "refunda", dice la nueva Constitución, gracias a Dios y a la fuerza de la Pachamama.
Todo un "hito" en el establecimiento de bases sólidas sobre las que construir una comunidad de derecho moderna, en el empeño de proporcionar a todos, y especialmente a los más humildes, la redención personal que nace de saberse un miembro de pleno derecho de la comunidad política nacional, de la seguridad jurídica y de la igualdad de oportunidades.
Que la política exterior de España hacia América Latina y que el propio Gobierno queden asociados a personas y sucesos como éstos debiera causar en los españoles un profundo bochorno, pero aún más debiera causarlo que este tipo de aventurerismo moral y político se haya convertido en todo un principio de actuación gubernamental perfectamente reconocible ya en todo el planeta, por haber contado como escenario con la Presidencia europea.
En estas condiciones, la supresión de buena parte de las actividades programadas durante el semestre de Presidencia española ha sido una medida de autoprotección que debe agradecerse.
Llevado al terreno del gobierno económico, este policy style naif y alternativo ha bastado para disparar en nuestros socios comunitarios todas las alertas sobre el destino de España y sobre el suyo propio. Y, en último término, ha originado un eclipse sin precedentes del control del Gobierno sobre sus propios actos. El día 12 de mayo de 2010 quedará marcado en la historia política española como el día que el presidente del Gobierno anunció que pese a haber cambiado de opinión en todo en apenas unas horas seguía teniendo razón en todo, puesto que seguía teniendo a su disposición una mayoría parlamentaria que estaba dispuesta a respaldarlo.
Desde ese instante, parece que la consigna ha sido apoyar los actos del Gobierno mediante el argumento de que Merkel o Cameron hacen lo mismo, e incluso de manera mucho más radical. Pero el ejemplo alemán o el del Reino Unido son en realidad contraejemplos, y el hecho de que se emplee la palabra "recorte" con la pretensión de igualar lo que se hace allí y lo que estamos haciendo aquí no sirve para dar cuenta de la supuesta similitud de esas políticas sino de la insuficiencia de nuestra mirada sobre ellas. Porque falta el detalle de que los ejemplos propuestos nacen de procesos electorales que envían a la oposición a la izquierda y sitúan en el Gobierno a personas y partidos convencidos de lo que hacen y comprometidos con el buen gobierno, mientras que aquí empieza a considerarse como un acto subversivo solicitar que se celebren elecciones.
Y falta también el hecho de que el Gobierno acompañe cada golpe de tuerca de su ajuste -sin que hasta ahora hayan quedado establecidas las responsabilidades del desajuste- con una salmodia quejumbrosa por lo que no tiene más remedio que hacer porque lo obligan, pero que quisiera no tener que hacer y dejará de hacer en cuanto pueda zafarse de quienes lo acechan. No es ése el tipo de Gobierno que se necesita sino otro que comprenda los efectos reparadores y la justicia de sus políticas y que, por ello, quiera impulsarlas con decisión y coherencia.
El Gobierno español, sin embargo, obra instado por terceros y contrariando sus convicciones y sus deseos, y eso casi asegura el fracaso de la operación.
Pero ante la evidencia de un Gobierno pasmado, sobrepasado, más que apelar a un vacuo patrioterismo ocupado en denunciar la subordinación de España a Gobiernos extranjeros conviene recordar que lo ocurrido en las últimas semanas no ha sido que desde fuera se nos haya "impuesto" lo que debemos hacer, sino que se nos ha "recordado" y "reclamado" lo que dijimos que íbamos a hacer y, de hecho, hicimos durante los Gobiernos del PP. Nadie debería dar pábulo a la idea de un país sometido a voluntades extranjeras; lo que hay es un país abandonado por su Gobierno, un país que respaldó y aplaudió los acuerdos cuyo cumplimiento se nos requiere pero el Gobierno niega, acuerdos que son buenos para España. Nada se nos pide que no hayamos comprometido por propia voluntad.
Padecemos un problema de rumbo y de pulso, los que el Gobierno no tiene. Sufrimos los efectos de las malas políticas escogidas libremente por él, que siempre ha podido hacer algo distinto y mejor que lo que ha decidido hacer.
Y siempre habrá quien quiera descargar sus propias y personalísisimas responsabilidades sobre los hombros de toda la nación o sobre las fuerzas de la historia. Pero cuando lo haga debe encontrarse enfrente a quien esté dispuesto a decirle la verdad.
Con esa idea, el número 27 de Cuadernos de Pensamiento Político presenta los siguientes estudios: La encrucijada de la economía española, de Luis de Guindos; La Unión Europea y la crisis del euro, de Gerardo Serrano y Frank Central; Crisis de la identidad española y situación actual del hispanismo, de Antonio Morales Moya, Exclusión o integración: una alternativa trágica en la historia española del siglo XX, de Manuel Álvarez Tardío; La crisis de la socialdemocracia en Europa, de Ángel Rivero; La difícil fundamentación de la izquierda: vida, moral y naturaleza, de Guillermo Graíño; El PSOE y la cuestión nacional, de Jorge del Palacio; La gran ruptura de la educación en Europa, de Eugenio Nasarre; España y los retos de la inmigración, de Mauricio Rojas; La lucha por la energía nuclear, de José Canosa.
Las reseñas son las siguientes: La democracia en América (Alexis de Tocqueville. Edición crítica de Eduardo Nolla), por José María Marco; Las paradojas de la libertad. España, desde la Tercera de ABC (Benigno Pendás), por Juan Velarde; The Roads to Modernity (Gertrude Himmelfarb), por Mira Milosevich; Conducta humana y sociedad civil. Introducción a la filosofía política de M. Oakeshott (F.J. López Atanes), por Irene Correas Sosa; God Is Back: How the Global Revival of Faith Is Changing the World (John Micklethwait, Adrian Wooldridge, Joanne J. Myers), por Carmen Isolina Egea; y Es la hora. David Cameron (Juan Milián), por Álvaro de la Torre.