Exit

Nosotros, los otros

por Rosa Olivares

Exit nº 32, Noviembre 2008 / Enero 2009 2008

A lo largo de la historia del hombre, el arte, en sus más diversas tipologías, ha representado todo aquello que ha sido importante, trascendental, para él. A veces de una forma simbólica, otras veces de una forma directa, traducción de la propia realidad que ha llegado a crear un enfrentamiento semántico entre lo representado y su representación. Sin embargo, hay otras veces que el arte pierde su capacidad de representar y se convierte en una suerte de espectador, de acompañante en el mejor de los casos. El dolor, el sufrimiento de los otros nos suele crear confusión, dificultades de expresión. Cuando este dolor es inmenso, tanto en extensión como en profundidad, el arte tarda en encontrar una forma de representarlo.

El éxodo, la migración de miles de personas de unos países a otros, de unos continentes a otros, obligándoles a dejar atrás, quizás para siempre, a sus seres más queridos, su religión, sus costumbres, sus paisajes, su cultura, es algo cada vez más frecuente. Lo vemos todos los días en los informativos: campamentos de refugiados en tantas partes del mundo que ya nos parece normal que las personas como nosotros tengan que dejar todo para vivir en tiendas de campaña en pleno desierto, sin nada más que la limosna, escasa, internacional y en continuo peligro de volver a ser movidos a otro lugar aún mas lejos, de perder la extraña cotidianeidad, su "vecindario" casual, de cambiar otra vez de costumbres, de ser incluso exterminados. Vemos todos los días cómo hombres, mujeres y niños que nunca han visto el mar se lanzan a cruzar el océano en embarcaciones imposibles para llegar a nuestras costas o para morir. ¿Cómo puede el arte tratar un tema así? La estadística nos dice que más de un tercio de la población total del mundo vive en otro lugar al de su nacimiento. Naturalmente no todos son víctimas de las guerras, otros lo son de la miseria, de la tiranía, y en general de problemas creados, mantenidos y ocultados por una sociedad política global más pendiente del mercado de valores que de los derechos del hombre. O al menos de los derechos del otro.

En este número que trata del éxodo en sus vertientes más habituales y masivas hemos recurrido inevitablemente a la fotografía documental, esa extraña clasificación que se da a las imágenes que no se comercializan habitualmente en los circuitos del arte sino en los medios de comunicación, hasta que su calidad, su intensidad o su fuerte carga de representación las confiere esa capacidad simbólica que define al arte. Estos fotógrafos nos muestran a través de sus miradas doloridas la vida, la soledad, las circunstancias de esas migraciones obligadas, de ese arrancamiento de la normalidad, de esa expulsión a lo desconocido, que significa irte, prácticamente con lo puesto, a otro lugar donde hablan otra lengua, donde vas a estar solo, donde rezan a otro dios, donde ya no eres nada, donde siendo ingeniero tienes que trabajar de peón o no trabajar. Donde cualquiera te puede tratar como un delincuente.

El papel del arte en estos casos es mostrar, analizar, denunciar, apoyar a los más humillados y necesitados. Más allá de ello, el arte reivindica un lugar sin fronteras, algo que las nuevas tecnologías y los progresivos tratados comerciales, políticos y culturales nos venían prometiendo aunque lo negaban al mismo tiempo. El continuo movimiento de migración temporal que ha significado el turismo ha facilitado la existencia de una sociedad multicultural que ha llevado la cocina india a un lugar como Estocolmo, donde apenas conocían las especias y donde su dieta era muy poco variada. El turismo ha conseguido mezclarnos, que nos conozcamos entre todos un poco más, que bebamos tequila en París y comamos sushi en Madrid, un fenómeno cultural que se ha transformado paulatinamente en una suerte de expedición puntual entomológica donde los hombres blancos viajan a lugares remotos y de los que vuelven por lo general más morenos y cargados de imágenes increíbles, pero sin entender ni compartir apenas nada de lo visto, sin mezclarse con ellos, con los otros.

Es difícil no caer en el paternalismo cuando todo se narra desde el yo, desde el nosotros. Nosotros tenemos la capacidad y los medios, tenemos el poder, la voz y la palabra. El fenómeno de la inmigración, del éxodo que vivimos en este siglo XXI, con sus consecuencias de racismo, violencia, negación del otro, parece ser un fenómeno lingüístico en el que el vocabulario lo deja todo en su sitio. Los textos de Rogelio López Cuenca y Guillermo Gómez Peña lo dejan claro, singularmente estos dos artistas desarrollan sus discursos en esta ocasión en el terreno de las palabras. Néstor García Canclini y Mieke Bal intentan volver a la imagen, al arte. Todos nos hablan de Ellos, de los extraños, los que significan lo otro, y a los que, para reconocerlos entre la multitud, les adjudicamos colores y valores a esos colores: si son blancos, parece que no signifiquen un peligro inmediato, si son oscuros, si son negros, si son árabes, si son amarillos, si son diferentes a nosotros entonces las cosas cambian, seguramente serán ilegales, peligrosos. En ese sentido debería ser obligatorio para todos los blancos viajar solos a un país de ellos, de negros, de amarillos, pero hacerlo solo, sin guías, sin tour operators, mezclándose con la gente, para notar lo que se siente siendo diferente, siendo el otro.

Hace unos días el protagonista de una viñeta cómica de Toni Batllori en el diario catalán La Vanguardia , a raíz de la detención de una célula islámica terrorista en la ciudad, preguntaba "¿Cómo puedo distinguir a un honrado ciudadano árabe de un terrorista islámico?", a lo que otro dibujito le daba la respuesta después de varias viñetas en blanco: "Igual que puedes distinguir a un pederasta de un honrado padre de familia". Es decir, no puedes, nuestras igualdades son más fuertes que nuestras diferencias. Esa extraña diferenciación por el color, igual que por la religión, es siempre reversible, y nos hace preguntar quién es lo suficientemente blanco, o lo suficientemente negro, para negar al otro. Algo que se hace todos los días, sobre todo en tiempos de crisis, olvidando gran parte de nuestra reciente historia, de cómo, si volviera Hitler, posiblemente gasearía a muchos de los que hoy son racistas por no ser suficientemente puros de raza.

Son las imágenes las que nos puedan mostrar el dolor, el horror, de una manera más directa, incluso sin necesidad de hurgar en la miseria. El artista tiene ese poder, igual que el poeta, con una palabra, con una imagen, basta. El riesgo es intentar embellecer esa miseria para conseguir un objeto más digerible, más comercial. Las largas colas en las fronteras, los campos de refugiados, también tienen atardeceres bellísimos, y los paisajes no entienden de humillaciones o hambruna, siguen siendo, siempre pueden ser bellos. Tratar temas de esta intensidad plantea riesgos a cada paso, desde enriquecerse con obras que hablan de la miseria de otros, hasta recrear belleza en los cuerpos rotos, hacernos tragar la injusticia con un poco de dulce belleza, como el azúcar con la que endulzamos la amarga medicina para tragarla sin dificultad. El riesgo de la manipulación y el riesgo de la demagogia, de la ocultación, de la mentira, estrategias de uno y otro cariz que completan una moneda que no es de uso legal.

Los artistas que escriben en este número plantean una postura radicalmente activa, crítica frente "al dolor de los demás". Reclaman nuevamente para el arte un papel social de denuncia y también de acción para el cambio. Son ellos, los artistas (y los intelectuales, el mundo de la cultura en definitiva) los que tienen que abrir las fronteras, defender una tierra de todos, eliminar los diferentes valores por colores y razas, ver al hombre como uno, hacer que vosotros y ellos (todos somos el otro) se convierta en un nosotros que realmente nos abarque a todos. Desde la imagen y desde la palabra estamos una vez más de acuerdo, y esta revista triste y posiblemente más fea que ninguna de las que hemos hecho hasta hoy es nuestra pequeña aportación a ese "nosotros".

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