Este número monográfico de Historia Social se planificó,
y los artículos se encargaron, antes de la muerte de Don Antonio
Domínguez Ortiz. El día 21 de enero de 2003, a los 93 años,
nos dejó Don Antonio. Mis palabras aquí no pueden ser de distanciada
introducción al homenaje académico a un ilustre historiador.
La muerte del maestro Don Antonio tiñe de tristeza nuestro ánimo
y, desde luego, amenaza con deslizar esta presentación del dossier
hacia la glosa necrológica. Intentaremos, en cualquier caso, evitar
el riesgo de la evocación sentimental, de la mera efusión
emocional, para plantear alguna reflexión sobre el perfil de Domínguez
Ortiz como historiador social. Empezaremos por decir al respecto que Domínguez
Ortiz pertenecía a la generación de españoles nacidos
inmediatamente después del hito histórico que representa 1898,
la generación que algunos historiadores han llamado de los primeros
herederos del 98. Don Antonio nació en 1909 en Sevilla, en un año
ciertamente cargado de connotaciones políticas, la mayor parte sombrías
e inquietantes respecto al futuro hispánico. Su padre era un artesano-artista
bienestante, bastante culto, lo que propició su afición a
la lectura que pudo cultivar en la propia biblioteca familiar. Su formación
de origen fue autodidacta y su escolarización tardía. Sus
estudios universitarios en Sevilla los ejerció con la ayuda de trabajos
ocasionales en el Archivo de Indias. En Sevilla tuvo algunos buenos profesores,
como el historiador del arte Francisco Murillo, el poeta Jorge Guillén,
el medievalista Juan de Mata Carriazo o el contemporaneista Jesús
Pabón. La dedicación política de este último
como diputado en el parlamento de la República, llevó a Domínguez
Ortiz a la enseñanza universitaria como sustituto de aquél
desde 1933, pero pronto consolidaría su estatus profesional como
catedrático de instituto a los treintaiún años, en
1940.
Don Antonio profesionalmente fue un catedrático de instituto que,
en un contexto ni política ni profesionalmente fácil, y a
partir de una capacidad de trabajo excepcional, se dedicó a la investigación
por pura pasión por la historia. Sin expectativas profesionales que
quedaron pronto frustradas en el turbio mundo de las oposiciones a cátedras
universitarias, por razones políticas (nula identificación
ideológica con el grupo de presión que controlaba entonces
la carrera académica universitaria) y, sin duda, gremiales (penalización
de una persona que siempre hizo de la independencia su principal credo ideológico).
Sin alumnos directos a los que dirigir tesis o trabajos de investigación,
sin capacidad de multiplicación y reproducción de sus propios
objetos de interés científico; sin la presión del coyunturalismo
político que, ya desde 1956 y sobre todo en los años sesenta,
empieza a vivirse en la universidad franquista. Todo ello, a la postre,
que hubiera sido un serio obstáculo a los estímulos investigadores,
Don Antonio lo convirtió en un privilegio que le permitió
incentivar cuantitativamente su producción más que nadie en
la universidad española, garantizar la capacidad de hacer siempre
lo que le pidió su propio instinto de historiador sin afectaciones
ni influencias desvirtuadoras, ser, en definitiva, libre de espíritu
para asumir su propio proyecto de vida y de oficio de historiador. En la
década 1941-1951 sólo publicó un libro Orto y ocaso
de Sevilla (1941). En la década siguiente publicó seis
libros y uno de síntesis. Entre 1962 y 1972 publicó siete
libros, cuatro de los cuales fueron monografías de investigación.
En la década siguiente, publicó ocho y en la inmediatamente
posterior, otros tantos. La progresión cuantitativa es evidente lo
que revela una actividad ciertamente excepcional, a la luz de lo que desgasta
el propio trabajo docente en el ámbito de la enseñanza media.
Sus publicaciones inciden en multitud de temas diferentes, pero su condición
de historiador social es evidente a lo largo y a lo ancho de las mismas.
En una entrevista que le hizo Bakewell en 1985 é [ 1 ] subrayaba que
fue su padre el primero que le insistía en que "la historia
no debía ser sólo de los reyes, los generales También
debía de ser de los carpinteros, zapateros, etc.". Lo cierto
es que Don Antonio fue un historiador social en la época en la que
el adjetivo social estaba cargado de connotaciones siniestras. A lo social
llegó, más que por una adscripción ideológica
determinada, por la sensibilidad ante la cotidianidad, las estructuras que
quedan, la fuerza indestructible de la realidad pura y dura, tapada o disfrazada
por el oropel político y sus oscilaciones coyunturales. Y esa concepción
de la historia sensible hacia el estudio de la sociedad, Domínguez
Ortiz la proyecta no desde una preocupación teórica ni desde
la influencia directriz que le pudieron proporcionar la lectura de las obras
de Braudel o Febvre. Su sistema de trabajo fue siempre el simple ejercicio
de la inteligencia aplicado al conocimiento empírico de las fuentes.
Los propios temas de investigación no fueron resultado de un apriorismo
conceptual sino el resultado del estudio exhaustivo de los ficheros de la
biblioteca universitaria de Granada o de los catálogos de manuscritos
de la Biblioteca Nacional, como confesó al citado Bakewell en la
referida entrevista.
En sus análisis históricos, primó siempre la sensatez,
el sentido común sobre cualquier otro criterio ideologista o sectario.
Él siempre se opuso a la utilización presentista de la historia,
al ideologismo rampante que manipula el pasado o la conversión del
historiador en juez. Defendió la necesidad del rechazo a la retórica
y el subjetivismo. Su honestidad intelectual ejercida "sin ira y sin
nostalgia" fue su guía permanente. Su método parte de
lo que Álvarez Santaló llama "la erudición eficaz",
el empirismo inteligente del conocimiento documental para, desde ahí
y tras el cotejo con la historiografía previa, formular las hipótesis
interpretativas que le conducirán por la vía de la inducción
a la explicación racional de los problemas formulados. Su teoría
de la historia es ecléctica, nunca determinista ni parcial. Su actitud
ante el marxismo la explicó a Bakewell así: "No soy marxista,
pero resulta obvio que la escuela marxista se interesa en muchos temas que
me preocupan. Si el trabajo es llevado a cabo por historiadores capaces
y honestos, incluso aunque puedan existir diferencias metodológicas,
al fin los resultados conseguidos son los mismos. Por ejemplo, Pierre Vilar
y yo estamos de acuerdo en casi todo. Las colisiones ideológicas,
los enfrentamientos entre escuelas suelen tener lugar en los niveles más
bajos. Debe predominar siempre la honestidad y la buena fe." Y, efectivamente,
Don Antonio nunca tuvo problemas a la hora de conjugar el mundo intelectual
de Viñas Mey y su Instituto Balmes de Sociología con la obra
de Vilar o Vicens Vives que, por cierto, lo valoró mucho en años
en los que Don Antonio era un total desconocido en el mundo académico.
Le separaba de Vicens el hecho de que Domínguez Ortiz era la antítesis
de la fiebre organizativa, la ambición política, la capacidad
gerencial de Vicens, la fe en la universidad como plataforma ineludible
de investigación. Pero les unió la pasión por la historia
social, la admiración mutua, el talante liberal, la ilusión
por contribuir a cambiar el rumbo de la historiografía española.
Don Antonio nunca sirvió a ideología alguna, ni tuvo un
referente apriorístico único. El secreto de su supervivencia
intelectual, de la prolongación excepcional de su vigencia, de su
eterna juventud ha estado precisamenten en su independencia, su insensibilidad
a las modas o los mecanismos coyunturales. Le fascinó siempre la
sociedad en sus vertientes de continuidad y cambio. Su eje conceptual no
fue la clase social porque siempre creyó que la complejidad de las
relaciones sociales no se podía encerrar en el mero conflicto o lucha
de clases. Le interesó siempre lo económico, pero mucho antes
de que empezara en España la historia de las mentalidades (en los
ochenta) él había introducido variables en el comportamiento
social de honor o prestigio, de clientelismo familiar que nada tenían
que ver con el determinismo económico. Dentro de las diversas órdenes
o grupos sociales, la investigación de Domínguez Ortiz se
polarizó hacia la nobleza y el clero, los estamentos privilegiados.
Su libro estelar al respecto fue La sociedad española en el siglo
XVII. El estamento nobiliario (1963) y El estamento eclesiástico
(1970) que luego refundiría en su Las clases privilegiadas en
la España del Antiguo Régimen (1973). El siglo XVIII sería
abordado en su La sociedad española del siglo XVIII (1955),
luego convertido en Sociedad y estado en el siglo XVIII español
(1976), libro éste al que Don Antonio tributaba especial devoción
porque, como decía él mismo en su entrevista con Bakewell:
"tiene el mérito de haber anticipado la tendencia actual a regionalizar
la historia", una regionalización de la que él sería
pionero indiscutible, al mismo tiempo que en sus últimos años
de vida esa regionalización metodológica le generaría
inquietudes ideológicas ante la escalada de los nacionalismos periféricos.
El interés por la nobleza y por el clero no era circunstancial. La
nobleza y el clero le sirvieron para intentar responder a las viejas preguntas
sobre las razones del fracaso o la decadencia histórica española.
No hay que olvidar que el punto de partida, la sombra que marca la trayectoria
biográfica de Don Antonio, fue el 98 y las preguntas que se formularon
los hombres del 98. El parasitismo señorial y la histórica
dependencia del Estado respecto a las directrices eclesiásticas marcaron
las inquietudes de Domínguez Ortiz en este terreno. En el estudio
de la nobleza tendió un puente entre la historiografía positivista
descriptora de genealogías y linajes con las preocupaciones conceptuales
de la historiografía marxista, obsesionada por la problemática
del feudalismo. En el estudio del clero se preocupó especialmente
por el poder de la iglesia, el contraste entre la iglesia oficial y la religiosidad
popular. Más de una vez se constata una tensión entre las
propias creencias personales del historiador íntimamente católico
y el notable distanciamiento que le provocan las instituciones eclesiásticas
y su aparato de poder. Diríase que Domínguez Ortiz tiene mucho
de erasmista a lo Bataillon, aunque nunca tuvo conciencia militante de ello.
Las clases medias constituyen el gran vacío de la obra de historia
social de Don Antonio. Él mismo lo justificaba diciendo que "el
estudio del Tercer Estado presenta una complejidad mayor que el de las clases
privilegiadas y faltaban monografías que allanaran el camino".
La burguesía sólo le interesó indirectamente. Nunca
abordó los proyectos clásicos sobre el fracaso de la revolución
burguesa en España. Pero hay que recordar que en sus estudios de
historia urbana se acercó a esta temática. Ello se puede constatar
en su Orto y ocaso de Sevilla (1941) o La Sevilla del siglo XVII
(1984) o sus reflexiones sobre Granada o Madrid. La historia urbana le acercó
a la burguesía como le vincularon a la misma los estudios de historia
fiscal y financiera como su Política y hacienda de Felipe IV
(1960). En este tipo de trabajos, Don Antonio se mueve entre el interés
por la corte endeudada y por los banqueros prestamistas pero, en medio de
ambos, se encuentra con una sociedad que estimula las relaciones a caballo
del crédito y a ese sustrato social de la deuda pública dedica
no pocas páginas. En este ámbito fue, sin duda, Carande su
principal referente. Pero a Don Antonio siempre le interesó mucho
más el túnel oscuro de la decadencia que los primeras grietas
del Imperio. Es curioso, pero Domínguez Ortiz dedicó mucho
más espacio al siglo XVII que al siglo XVI. Los Reyes Católicos
y su 92 nunca le fascinaron. El Imperio le interesó en su larga agonía
más que en su proyección eufórica. Siempre he creído
que ello se debe a que Domínguez Ortiz nunca perdió un cierto
tono noventaiochista, de interrogaciones sobre las razones del presunto
fracaso histórico español. Y el siglo XVII, en este sentido,
fue el laboratorio empírico ideal. Conectaba, de esa manera, con
el Cánovas historiador también obsesionado por la decadencia.
La diferencia es que las explicaciones del político de la Restauración
fueron de signo prioritariamente político y Don Antonio buscó
siempre la comprensión del problema en el horizonte socioeconómico.
Significativamente, la sensibilidad social de Domínguez Ortiz
encontró su mejor ámbito de proyección en su interés
por el conocimiento de los perdedores de la sociedad. Entre esos perdedores
figuran las víctimas mayoritarias de la Inquisición: conversos
y moriscos. A los primeros les dedicó su La clase social de los
conversos en Castilla en la edad moderna (1952) luego reconvertido en
Los judeoconversos en España y América (1971); a los
segundos les dedicó su Historia de los moriscos (1978), que
escribió en colaboración con Bernard Vincent. La influencia
en este ámbito de Caro Baroja y Américo Castro es bien patente.
A Don Antonio le fascinó de conversos y moriscos no tanto las señas
de identidad antropológica, como a Caro Baroja, ni la función
cultural de los mismos, como a Américo Castro. A él lo que
le apasionó siempre del tema fue la relación de conversos
y moriscos con la Iglesia y el Estado, la dialéctica de estas minorías
con el poder establecido a través de la institución inquisitorial.
La Inquisición en sí misma le interesó poco. Sólo
le dedicó a la Inquisición un libro: Autos de la Inquisición
en Sevilla (1981), que le permitió dar a conocer como fuente
documental las relaciones de autos de fe de la Inquisición. En sus
últimos años se involucró muy directamente en el debate
sobre la obra de Netanyahu y los orígenes de la Inquisición
española. Pero nunca entró en la problemática de la
responsabilidad del Santo Oficio en el atraso cultural español (la
polémica sobre la ciencia española) ni, por supuesto, en las
discusiones sobre la crueldad de los procedimientos inquisitoriales. Siempre
pensó en la Inquisición como en un tribunal destinado a cristianos
nuevos (judeoconversos o moriscos) y no a cristianos viejos. El papel de
la Inquisición en el marco del rearme católico contrarreformista
no le interesó. Lo que buscó en la Inquisición fue
su función en el ámbito de la contracultura, no en el del
sexo ni en el de la ideología.
Tras conversos y moriscos, a Don Antonio le preocupó la proyección
histórica de otros perdedores sistemáticamente olvidados de
la historia, tales como pobres, gitanos, extranjeros, expósitos,
prostitutas Marginales de la historia oficial a los que Don Antonio dedicó
toda su capacidad de ternura. Sin un referente sesentaiochista como los
que en Europa se utilizaron para legitimar el interés de la historiografía
de los setenta hacia estos olvidados, sin ningún tipo de advocación
teórica a los Foucault, Don Antonio dirigió su atención
hacia los sujetos pacientes de la historia que no tuvieron ni capacidad
para rebelarse colectivamente contra el sistema. A Domínguez Ortiz
le interesaron más las orillas del conflicto social que no el núcleo
del mismo. De hecho, sobre revueltas sólo escribió su Alteraciones
andaluzas (1973), libro con el que está más cerca del
Hobsbawn de los Rebeldes primitivos que de la historiografía
de las revueltas de los Hill o Soboul, en aquel momento tan de moda. Pero
la obra de investigación en historia social de Domínguez Ortiz
no se puede separar de su vocación de historiador "generalista"
que intenta explicar globalmente la realidad histórica que la investigación
previamente le ha mostrado. Y, en este sentido, desde aquella su clásica
colaboración en la Historia económica y social de España
y América (1961) a las reflexiones vertidas en su última
historia de España: España. Tres milenos de historia
(2000).
La preocupación sintética, globalizadora, de interconexión
de la sociedad con la política o la cultura, de lo local con lo nacional,
del texto y del contexto, del dato empírico y la reflexión,
están siempre presentes. Don Antonio fue un historiador social no
sólo en los temas en que investigó sino que siempre creyó
que sus aportaciones no podían ni debían quedarse en el mundo
elitista académico. La divulgación que tan mala prensa ha
tenido en nuestro país por el síndrome tradicional de rechazo
del gremio al mercado, tuvo en él un gran cultivador, no sólo
evidenciada en las revistas propias de este género sino en su constante
voluntad de asumir la responsabilidad de escribir síntesis explicativas
y generales en torno a la idea de España. Es significativo que el
historiador que más ha hecho por la regionalización metodológica
concretada especialmente en sus libros de historia de Andalucía,
siempre tuvo la inquietud por la historia general de España, por
salvaguardar, más allá del despiece metodológico regional,
unas señas de identidad comunes a los españoles. Su último
libro, publicado en Marcial Pons, es el mejor testimonio de ello. La visión
de España de Domínguez Ortiz no tiene nada del romanticismo
de Lafuente ni del ideologismo polémico de los historiadores de la
Restauración ni del afán revisionista de Soldevila en la posguerra
española. Pretende reivindicar el positivismo de los historiadores
de las últimas décadas del siglo XIX, depurando previamente
su militancia ideológica, al servicio de una causa con la que la
generación de españoles de la democracia subsiguiente a 1975
nos podemos sentir muy identificados: la normalidad de la historia de España,
la superación de las viejas agonías masoquistas, la integración
de España en Europa
La obra de Domínguez Ortiz nunca ha envejecido. Gozó siempre
de la frescura de la modernidad, de la modernidad no del ruido mediático,
ni de ansiosa busca de interrogantes nuevos, sino de la capacidad de respuestas
nuevas a interrogantes clásicos, de la coherencia con la propia trayectoria
intelectual, de la fidelidad a sus propios principios y convicciones. Precisamente
porque nunca tuvo discípulos universitarios directos su disponibilidad
siempre fue indiscriminada y somos, al menos, dos generaciones de historiadores
los que siempre lo tendremos como referente intelectual y hasta moral en
nuestro ejercicio profesional. [ 2 ]
* * *
El dossier que introducen estas páginas constituye el testimonio
de la proyección de la obra de Don Antonio Domínguez Ortiz
en el ámbito de la historia social. Los artículos de Enrique
Soria sobre la nobleza; de Arturo Morgado sobre el clero; de Juan Ignacio
Pulido sobre los conversos; de Amalia García Pedraza sobre los moriscos;
de Pablo Pérez García sobre los pobres; o de Nuria Rodríguez
Bernal sobre los marginados, ponen en evidencia la significación
de las aportaciones de Domínguez Ortiz en cada uno de estos campos
y pretenden ser, al mismo tiempo, el testimonio del agradecimiento y el
cariño de los historiadores españoles hacia el maestro Don
Antonio, que se nos acaba de ir tan silenciosa y discretamente como le gustó
vivir.