Cuadernos de Pensamiento Político ( Revista Digital)

Contra la educación en valores (Volver a la enseñanza)

por Javier Orrico

Cuadernos de Pensamiento Político ( Revista Digital) nº 17, Enero / Marzo 2008

1. EDUCACIÓN Y VALORES

Seguramente todo comenzó el día en que la idea de un sistema de enseñanza, de instrucción, de transmisión de una tradición cultural, fue sustituida por la seductora pócima de la educación entendida como el moldeado de almas. Se trataba de la aplicación de las ideas roussonianas, inducida, por un lado, por los pedagogos teóricos con la evidente intención de sustituir a los profesores; y, por el otro, por los partidarios de un sistema a través del cual la ideología de la institución (del Estado, de la Nación, del Partido…) fuera inculcada en los ciudadanos. Lo que abría la –en algunos casos bienintencionada e ingenua– aspiración a la ‘educación' completa era el peligro –confirmadísimo– de hacer posible y hasta presentar como deseable la sustitución de la cultura por la doctrina.

Revertir esta rueda de molino, como tantas otras provenientes de la psicología y la pedagogía que han venido a superponerse a la religión en las sociedades secularizadas, y que han sido acríticamente aceptadas como nuevos dogmas, resulta ya ciertamente difícil. Pero es la única posibilidad y el único camino desde una opción liberal. Y creo que también desde una perspectiva cristiana, no como creencia, que es un asunto personal, sino como concepción del mundo, en la medida en que la libertad del hombre está en la raíz misma del cristianismo. Y de lo que hablamos es de libertad, de impedir la manipulación, el escándalo de inculcar conductas y opciones morales en niños y jóvenes en un sistema público que ha de ser exquisitamente respetuoso con la conciencia individual y la educación sentimental recibida en la familia. Eso es lo que sostiene el Art. 27.3 de la Constitución, que el legislador ha decidido ignorar.

No hablamos, en absoluto, de las familias como propietarias de las vidas de sus miembros, de los “padre padrone” tiránicos de otros tiempos. Las familias tienen la obligación de educar a sus hijos, igual que los centros de enseñanza, dentro de los grandes principios éticos universales, de los que ni unas, las familias, ni otros, las instituciones, deben apartarse. De lo que hablamos es de concepciones ideológicas en discusión en las sociedades democráticas, que por eso lo son, porque discuten, y que es sobre las que sutilmente –y en algún caso, como el de la LOE y la Educación para la Ciudadanía (EpC) de Peces Barba, sin sutileza alguna– se pretende orientar en un determinado sentido, curiosamente coincidente con las políticas de la actual izquierda.

Creo que el gran engaño gira alrededor de ese tópico que es la “educación en valores”, consecuencia de unos padres dimisionarios que exigen de los poderes públicos lo que son incapaces de afrontar, y que nadie sabe muy bien en qué consiste. Pero que de consistir en algo habrá de ser en lo que antes de adjetivarla y usarla como arma política entendíamos por educación: respeto a los demás y a uno mismo, al mérito y al saber; impulso de perfección y emulación de los mejores; esperanza y fortaleza, voluntad y sentido del deber. Todo lo que adquiríamos “estudiando”, tendiendo a los profesores, suspendiendo, repitiendo, copiando frases, quedándonos sin vacaciones de verano, asumiendo correcciones y castigos (nunca físicos, por supuesto), aprendiendo a distinguir el bien y el mal, fortaleciéndonos en las derrotas, incorporando la idea esencial de que el trabajo nos conduce al éxito y el incumplimiento y la marrullería al fracaso y el rechazo de los demás; es decir, todo lo que nos entrenaba y formaba viviéndolo cada día, creciendo en un medio en el que había justicia y se reconocían el valor y la verdad y se reprendían la pereza y el engaño; el afán por poseer una cultura y prosperar gracias a ella, y las cualidades que había que desarrollar para lograrlo, era lo que producían esos verdaderos valores que acabamos de enumerar.

Hemos de regresar, pues, a la enseñanza como objetivo a través del cual –como su efecto y sólo así– se logrará la formación de verdaderos ciudadanos. Y la enseñanza es poner al alcance de todos la cultura y los conocimientos que les permitan exactamente construirse en libertad, poseedores de un bagaje que dificulte ser manipulados y dirigidos, herederos de la tradición greco-occidental que nos trajo la democracia y los derechos humanos. Y hacerlo desde una vocación de neutralidad, por muy difícil que resulte, sin pretender imponer nuestra visión del mundo, confiando en que la verdad es lo que hace libres a los hombres, y la doctrina lo que los esclaviza, lo que los llena de unos prejuicios cuyo reaccionarismo bebe hoy del corpus de dogmas de bisutería en que consiste la “corrección política”, esa plaga por la que la ignorancia se viste de progresismo, construida con el único fin de expulsar del ámbito democrático a quienes se le resisten.

2. LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA: EL NUEVO “PARADOGMA”

La “Educación para la ciudadanía” es el ejemplo más palmario de lo que ocurre cuando renunciamos a la enseñanza y la cultura cómo fuentes de transmisión de valores, para sustituirlas por la ideología impartida desde el Estado: que se nos puede colar cualquier cosa, sobre todo lo que interese al Gobierno de turno y propicie su perpetuación. Porque no nos referimos a informar de los principios de un régimen democrático, que han de basarse en un amplísimo consenso y no traspasar nunca el ámbito de lo público (es decir, que no podemos enseñar más que la democracia misma y sus límites, las reglas pactadas por todos), sino que hemos abierto la posibilidad de determinar las conciencias desde el mismo instante en que aceptamos que los valores morales, sentimentales, hasta la jerarquía de las emociones, puedan ser dictados por el sistema.

No por casualidad era la LOGSE un producto socialista que, al acabar con los conocimientos y el mérito para su consecución, destruyó los valores que llevaban con ellos –los verdaderos, repitámoslo, los que no se predican, sino que se practican– con la nada secreta intención de cambiarlos por el igualitarismo que ha conducido a la situación actual: la de que nuestros jóvenes ya no consideran, en efecto, que haya ninguna cultura que alcanzar, ningún trabajo que hacer, ningún logro que reconocer y premiar. Abandonan, contra lo que cree la señora ministra, no porque sea muy difícil, sino porque nunca lo fue, porque en el fondo lo que alentaba en la educación comprensivo-socialista era la idea de que destacar, diferenciarse, es siempre el resultado de una injusticia, de una situación de partida determinada por el origen social, lo que daña y limita, precisamente, a aquellos de origen social humilde que carecen de otros mecanismos de promoción. Abandonan porque se aburren, en unos casos, en medio de un sistema que no les propone ningún reto estimulante; y porque, en otros, al educarlos sin espíritu de superación, sin ponerlos a prueba jamás, sin darles a conocer su propia fuerza, carecen de toda autoestima y respeto por sí mismos, y se derrumban como eternos adolescentes inseguros. ¿Cómo no ver en ello una radical desconfianza en el hombre, en sus valores auténticos, en su capacidad para desbordar sus limitaciones, para rebelarse contra el destino como nos enseñó Grecia? ¿Cómo no percibir detrás la negación del individuo propia de todas las ideologías colectivistas? Se les hace, en fin, crecer en el sentimiento de que no son ellos los autores de su suerte, sino que todo viene dictado desde alguna instancia ajena: el colectivo, el Estado, en los que habrán de esperar. Quien nunca consiguió nada por sí mismo no puede desarrollar más que una disposición de dependencia y subsidio vitales.

El efecto de esa sustitución de la cultura por la engañosa “educación en valores” ha sido, pues, un sistema educativo que ya no transmite ni cultura ni valores. Acaso el más exacto reflejo de la España irreconocible que el socialismo nos prometió. Nuestro sistema no prepara para enfrentarse a nada, mucho menos a la vida. Entonces, ¿cómo va a lograrse con una simple asignatura educar para la democracia a unos jóvenes a los que, sencillamente, no se educa? ¿Alguien puede creer en la eficacia de una perorata sobre principios que no se viven, que no regulan la vida cotidiana en las instituciones a las que asisten, que no perciben con el ejemplo, que se decía antes? ¿Cómo van a respetar la Constitución o las leyes quienes han crecido en el incumplimiento impune del Reglamento de su centro? ¿De qué valdrá proponer valores cívicos a quien ha ejercido el capricho, la zafiedad y la insolencia sin corrección alguna, a quien ha aprendido que da igual que estudie como que no, a quien ha visto predominar a los tramposos y los violentos, y esconderse a los estudiosos para no ser acosados? Cada día y cada hora, desde hace quince años, en nuestros centros educativos se gastan miles de palabras inútiles para quienes saben que no han de tener consecuencias. Incluso admitiendo una recta intención, que ya es, ¿cómo puede el socialismo educativo insistir de manera tan torpe y dogmática en sus errores, seguir degradando los conocimientos, quitando horas a las verdaderas asignaturas, manteniendo principios pedagógicos probadamente dañinos? ¿Estamos ante un despliegue de recalcitrante estupidez, sin más? Pero si no es así, y ya no sabe uno lo que es peor, ¿cuáles son los objetivos reales de esta materia falsamente cívica, trufada de ideología “alternativa” y, en el fondo, antidemocrática, último ensayo de la “educación en valores”, que predicará formalmente la responsabilidad mientras les consiente pasar de curso con cuatro asignaturas suspensas 1? La propia ministra nos da la respuesta: “Les vamos a enseñar lo que es la democracia y cómo hay que vivir en democracia ”, dijo la señora Cabrera en la presentación de la materia, por si alguien aún tenía alguna duda. Van a imponer cómo hay que vivir, cómo hay que pensar, cómo hay que sentir, en una gelatina de pensamientos, sentimientos y emociones determinados por el Estado y destinada no sólo a que respetemos las leyes aprobadas en el Parlamento, sino a que las asumamos sin resquicios, a que asintamos hasta en los más íntimos rincones de nuestra conciencia a los dictados del bondadoso Gobierno que vela por nosotros. O sea, el totalitarismo. Blanco, suave, dulce, pero orwelliano. Exactamente lo contrario de aquello en lo que consiste la democracia: en que, siempre que respetemos el marco de derechos y obligaciones establecido por las leyes, y desde la libertad fundamental de poder manifestar pacíficamente nuestro desacuerdo, nadie nos diga cómo tenemos que vivir, pensar, sentir.

Hay muchas gentes de buena fe que no han leído el programa de estudios (ahora los llaman currículos, dado que la palabra estudiar ha sido prácticamente desterrada), y han terminado por creer la propaganda gubernamental sobre la asepsia ideológica de la asignatura y su conveniencia para paliar el desvarío educativo que ya todos perciben. Veamos al respecto, como simples catas, algunas de las ideas que recorren de modo más o menos explícito los contenidos de la asignatura (ahora, gracias a Dios, con perdón, será casi la única que podrá llamarse así, la única a la que habrá que asistir y aprobar, la única que van a vigilar comisarialmente):

• Occidente es culpable de la pobreza y el mal en el mundo: la globalización es el arma del imperialismo. Hay que acabar con eso. Lo afirma el propio Victorino Mayoral, diputado del PSOE y preboste de la Fundación CIVES, que es la responsable del programa de estudios y de la formación de los miembros de la nueva “Compañía de Gregorio” (Peces Barba), destinada a impartir la verdad ciudadana: “La materia debe contrarrestar los valores del neoliberalismo conservador”. No se puede decir que sea ambiguo. Doctrina, eso sí, para los pobres que no tienen otra salida que la enseñanza pública, porque ellos, los elegidos (a dedo) de los departamentos afectos, además de estarse forrando con los cursos de ‘ciudadanía' para profesores, van a seguir mandando a sus hijos a formarse en las escuelas de negocios del neoliberalismo conservador, el odioso capitalismo en el que tan bien viven y contra el que calman sus almas atormentadas y escindidas entre la revolución y las tostas de foie .

• El cristianismo y las iglesias y religiones en general, sobre todo la Católica, son de la misma especie que el islamismo: guerra, fanatismo, intolerancia.

• Sin embargo, el islamismo y las argollas tribales, indigenistas y nacionalistas deben ser vistos con simpatía y respetados (multiculturalismo), aunque vayan contra la razón ilustrada y democrática y contra el marco constitucional, porque, al fin, es ideología de los oprimidos, mientras que la Iglesia Católica representa a los opresores.

• El comunismo-socialismo, a pesar de sus crímenes, el panarabismo antijudío, el chavismo ‘bolivariano' o cualquier cosa que se oponga al capitalismo y a Occidente siguen siendo la única esperanza del otro mundo posible, el recurrente sueño del hombre nuevo donde se alcanzará la esperada perfección, aunque hasta ahora en todos sus intentos sólo se alcanzó el horror. Hay que seguir en ello.

• La sexualidad no tiene nada que ver con la naturaleza: es una pura decisión personal en la que todas las opciones no sólo han de ser respetadas –asunto que ya nadie discute y que, por cierto, debería ser recíproco– sino algo muy diferente: valoradas del mismo modo, puestas en pie de igualdad y ofrecidas a la juventud como caminos igualmente deseables.

En fin, que de lo que se trata es de liberar al hombre de la afección a la opresiva civilización occidental de raíz cristiana, para convertirlo en seguidor del Estado ambizurdo, que vive del capitalismo, pero renegando de él y cavando, a ser posible, la ruina de lo que administra. Si en verdad hubieran querido informar a los jóvenes de sus derechos y deberes como ciudadanos, se habrían limitado a enseñarles la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquello que nos liga a todos porque recoge el resultado de siglos de evolución de una cultura nacida de lo mejor de Grecia: la revolución individualista, personalista, que hizo del hombre, regido por la razón ilustrada, el dueño de su destino. Pero no parece que sean esos los fines (enseñar que el buen ciudadano es el que respeta el marco legal y los derechos de los demás, o sea, la democracia), sino que lo que se busca es que no nos rebelemos –como decíamos más arriba– intelectual ni éticamente contra las concepciones que el Estado pone en práctica a través de las leyes, siempre, por supuesto, que respondan a la ideología correcta, dialogal y tripartita. No basta, por poner un ejemplo, con que se respete la adopción de niños por los matrimonios homosexuales, establecida en el actual ordenamiento jurídico, sino que hay que compartir la medida si quieres ser considerado un buen ciudadano. Y, lo que es más grave, si quieres que te aprueben la asignatura. Por el contrario, si se tratara de leyes acordadas por una mayoría conservadora, entonces la correcta vivencia ciudadana habría de llevar a oponerse a ellas. En alguna medida, se trata de “reeducar” a los desviados. No quisimos la democracia para esto. Para convertir la enseñanza pública en un arma política.

3. LA CULTURA COMO GUÍA

Hay que partir, como advertíamos al principio, de lo extendido que está el tópico de la “educación en valores”, y contar con la dificultad de establecer un nuevo discurso que explique a las familias que si sus hijos estudian y se esmeran, estarán mucho más cerca de crecer decentes y bondadosos, cumplidores y solidarios, que si se crían en el subsidio intelectual y el capricho. Sin embargo, esa dificultad real es también la que convierte en novedoso, en alternativo, lo que no consiste sino en la humilde aceptación de los más que contrastados modelos tradicionales de enseñanza. Comenzando por denunciar a ese nuevo rey desnudo de la modernidad que es la reinvención adanista de la pedagogía, la obsesión innovadora que convierte los métodos en fines a mayor gloria de los teóricos frente a los profesores, y recuperando así el sólido basamento de unos saberes elaborados durante milenios para construir sobre ellos el verdadero progreso. Desde esos principios se ha levantado la contundente propuesta de Sarkozy, no sólo en lo relativo a la enseñanza, sino también, con todas sus muy francesas constricciones, como modelo alternativo de gobierno para una sociedad democrática muy distinta de la que sigue persiguiendo el socialismo, con sus añagazas y disfraces, a pesar de su derrota histórica. Un modelo de enseñanza es un modelo de sociedad. Y, por eso, para la democracia que siempre quisimos, la que está en la Constitución del 78, lo que hemos de recuperar es la instrucción y la extensión de la cultura para todos, los conocimientos como eje, la preparación en la excelencia, la “in-formación” como el elemento esencial para la “formación” sin manipulaciones, sin buscar otro modelo de persona que la que es dueña de su destino desde el respeto a los demás.

Muchas veces se ha citado, con buen tino, a la vieja Formación del Espíritu Nacional franquista, a la que llamábamos Política y no le hacíamos el menor caso, como antecedente de la EpC. Les contaré, sin embargo, al respecto de lo que aquí sostenemos (que sólo la información nos defiende del sectarismo disfrazado de valores), el curioso caso antidoctrinario de mi FEN de COU en la Universidad Laboral de Éibar (Guipúzcoa). Las conocidas como “laborales” fueron, seguramente, las mejores instituciones de enseñanza del siglo XX en España. Sólo he oído hablar bien de ellas, aunque mi experiencia se limita a aquel curso en el que el COU se implantaba de modo general, suprimiendo definitivamente el PREU, para todos los alumnos del viejo Bachillerato del Plan de 1957. Aparte de la enorme exigencia que suponía competir con estudiantes de expedientes excepcionales de toda España, a la búsqueda de una beca para continuar estudios que requería la obtención de una media mínima de notable, la metodología a la que nos sometieron aumentaba exponencialmente la dificultad. Nada más llegar, nos pasearon por las distintas aulas temáticas –donde íbamos a cursar las optativas–, las cuales contenían una biblioteca cada una con todos los manuales de consulta de nivel universitario (Valbuena, Torrente Ballester o Díez-Echarri en Literatura, por ejemplo), nos entregaron el programa de la asignatura y nos informaron de que allí encontraríamos todo lo necesario para elaborar nosotros mismos los temas para desarrollarla. Teníamos dieciséis años, llovía sin parar (estuvo seis meses lloviendo, o yo lo recuerdo así) y pensamos que, en verdad, no sabíamos dónde nos habíamos metido.

Todos los que salimos de allí hacia distintas facultades y universidades españolas encontramos luego, y así lo confirmé con muchos viejos compañeros, que el trabajo en Éibar nos había desbrozado las dificultades de los cursos selectivos que entonces se estilaban en primero de carrera y, en general, nos había preparado excepcionalmente para nuestro devenir universitario. Cuantos conozco acabaron limpiamente las carreras sin perder un año, muchas de ellas ingenierías como ‘telecos' o ‘caminos'. Nos entregamos como nunca –necesitábamos las becas–, y aprendimos para toda la vida con algunos de los mejores profesores que íbamos a conocer nunca. Como Magdalena Vallejo, que luego sería presidenta de los catedráticos de instituto –el ilustre cuerpo disuelto por la LOGSE, seguramente por eso, por ilustre–, que me enseñó un modo de mirar la literatura y el cine que siempre me ha acompañado.

Pero el caso de la Formación del Espíritu Nacional resulta realmente aleccionador. El profesor era un hombre joven con algún cargo oficial, se decía, pero que, en lugar de inculcarnos las bondades de la democracia orgánica, se dedicó a darnos un curso de formación constitucional, empapándonos de Maurice Duverger y mostrándonos los distintos modelos de Estado vigentes en el mundo. Los fundamentales. Desde la Confederación Helvética, los federalismos americano y alemán, y el presidencialismo francés, hasta la Constitución soviética. Esas son las que recuerdo con plena nitidez, aunque entre brumas me viene también el modelo italiano (no sé si para presentar un antimodelo, a causa de su inestabilidad) y algo de esas peculiaridades inglesas que son su monarquía y no escribir las cosas. El caso es que a mí aquello me gustó mucho, dadas las inquietudes que ya nos removían, y lo estudié con placer. Y eso que, según dirían los didactas neodernos, carecía de utilidad inmediata (aunque son ellos los que carecen de toda utilidad). Lo que entonces no sabíamos es que la iba a tener muy pronto. Y, sobre todo, que me iba a servir para siempre. La cultura es lo que tiene. Gracias a aquel profesor que evitó adoctrinarme y que puso ante mí un bastante decente conocimiento del constitucionalismo y los distintos modelos de Estado del mundo, los señores Maragall y Zapatero no me engañaron nunca, como sí lo han hecho con España al colocarnos un modelo confederal, el que consagra el Estatuto de Cataluña de 2006, camuflado de federalismo. Que no sólo no son en absoluto lo mismo, sino que más bien están concebidos para lo contrario: uno para mantener diferencias, el otro para acabar con ellas. La trampa del federalismo asimétrico, una estafa en toda regla, un oxímoron trilero, mira si son, le salió muy bien a Maragall, aunque luego se haya quejado de la utilización y acuchillamiento políticos a que lo sometió el hombre al que él creyó usar primero. Y es así que si el común de los españoles hubieran tenido en sus estudios una asignatura sobre modelos políticos y constitucionalismo, sobre lo que es una soberanía delegada y recuperable, una soberanía cedida al conjunto, o una estructura del Estado surgida de la soberanía previa basada en la Nación única, entonces estos administradores de “El Retablo de las Maravillas” no habrían podido estafar a los españoles como lo han hecho.

No estamos renunciando, por tanto, a formar a los jóvenes, ni propugnamos una mera instrucción aséptica –imposible–, carente de principios morales y referentes éticos: lo que creemos es que esa no es una función que deba recaer en el Estado –no más que de modo indirecto, como garante de la legalidad que recoge esos principios– ni en la buena o mala voluntad de unos profesionales sobre los que los modelos doctrinarios del socialismo arrojan una responsabilidad excepcional e injusta. Lo que sostenemos es que los valores son la consecuencia de esa tradición cultural a la que van aparejados y que la obligación del sistema público es mostrar toda su variedad de opciones e interpretaciones, desde la libertad sobre la que se ha construido la civilización occidental, desde la humildad para transmitir que la filosofía y la ciencia, la creación y el arte son la lucha de la razón y la espiritualidad humanas, tanto contra la oscuridad de la ignorancia como contra las soluciones totalitarias de quienes creen estar en posesión de verdades absolutas que buscan imponer a toda costa. En suma, hay que instruir a los jóvenes y acercarlos a los enigmas de la naturaleza humana con Shakespeare, Goethe, Rojas, Fray Luis, Aristóteles, Descartes, Pascal, Montaigne, Einstein, Ortega, Machado o Unamuno, ayudándoles a penetrar en su pensamiento, para que sean ellos quienes los iluminen, quienes les inculquen sus valores, y no, como pretende el modelo socialista, negándoles el saber, esa cultura general sin la que es imposible elegir y elegirse, para sustituirlos por los dogmas supuestamente progresistas de quienes quieren conducir –que eso es, etimológicamente, la educación, en su peor sentido– el corazón y las mentes de los niños y jóvenes. La libertad, la piedad, la justicia, la tolerancia y la generosidad han de aprenderse en Cervantes y no en las prédicas políticamente correctas del profesor de Educación para la Ciudadanía, formado en el socialismo subvencionado de CIVES.

Nos rebelamos, pues, contra la soberbia de quienes pretenden inaugurar el mundo y la educación, negar a otros una tradición milenaria en la que los hombres fueron construyendo paciente y dificultosamente la civilización. Todos los logros, los descubrimientos y avances que nos han traído hasta aquí es lo que estamos obligados a transmitir, porque no somos más que herederos y puentes de algo a lo que cientos de generaciones anteriores dedicaron su vida. Nadie puede tener la seguridad del acierto pleno, pero por eso el límite –y la palanca para apoyarnos y seguir– está también en lo que otros muchos, antes que nosotros, descubrieron, contrastaron, afirmaron. La cultura, en tanto que resultado de errores y rectificaciones, ha de ser nuestra guía. Y nosotros, sus humildes servidores, sus hombres-libro.

Muy al contrario, para los nuevos y falsos pedagogos, la cultura es culpable. Por una parte, y para todos los que reniegan de los principios civilizadores greco-occidentales, porque conlleva valores ‘equivocados' que ellos atribuyen a nuestra tradición: distinción, elitismo, individualismo, supremacía de la libertad sobre cualquier otro principio (pero también igualdad verdadera y democracia, que sólo son posibles en el respeto y protagonismo de la persona). Por otra, porque supone una pesada carga que muchos no pueden llevar. Algo así ha venido a decir Eric Charbonier, uno de los autores del último informe de la OCDE sobre el abandono prematuro, que nos coloca en el lugar vigésimo sexto entre 29 países, y que en vez de apelar a una mejor preparación desde los cimientos, desde el inicio de la Primaria, que dote a los alumnos de conocimientos y virtudes para enfrentarse a las dificultades, que los transforme de escolares en estudiantes otra vez, lo que recomienda es aligerar los contenidos y los requisitos. ¿Más? Es, como hemos dicho otras veces, la aniquilación del proyecto ilustrado, aquel sueño por el que la cultura se llevaría a todos y dejaría de ser, en efecto, una posesión de clase. Así hemos pasado, en esta Europa adormecida y en manos de quienes la niegan, de la utopía de la universalización del saber y el refinamiento, a la extensión imparable y progresista de la ignorancia para todos.

4. VOLVER A LA ENSEÑANZA

Apostemos, pues, frente a la ignorancia envuelta en ‘valores', por recuperar una enseñanza digna de tal nombre. Si instruimos, informamos y transmitimos lo que amamos; si lo hacemos desde la pasión y la honestidad intelectual de quien no aspira a imponer su visión del mundo sobre las almas de unos jóvenes ante los que hemos de volver a representar el saber; si mostramos que la cultura es la mayor y más sólida base para una vida plena, y que en su persecución nos forjamos y nos perfeccionamos; que es en esa tarea en la que adquirimos los verdaderos valores del amor a la verdad, el enaltecimiento del esfuerzo y el mérito, la gratitud hacia quienes se sacrificaron para hacer avanzar a la Humanidad, la admiración por los creadores y artistas, por los pensadores y los científicos, estaremos en verdad formando personas, ayudándoles a descubrir quiénes son, sus inmensas potencialidades, la fe en sí mismos y en que con la voluntad y el trabajo se pueden alcanzar los sueños. Esos sí que serán valores vividos, asumidos como el camino positivo en la vida, sin entrar en las conciencias y sin pretender manipularlas en un sentido partidario, sino habiéndoles fortalecido para que puedan luchar por una vida y un mundo en verdad, ahora sí, mejores.

Y esa mejoría empezará por las propias aulas: si lo que en ellas reina es el trabajo, la justicia en su reconocimiento, el ejemplo, la responsabilidad, la curiosidad, la búsqueda de la sabiduría, no habrá lugar a la envidia, la violencia, la dictadura de los mediocres, el acoso a los que destacan y la impunidad de quienes en lugar de alentar su propia mejora sólo buscan impedir la de los demás. No se trata de montar una asignatura sobre la sonrisa y el diálogo, que eso es la EpC, para que no ejerzas la chulería y el matonismo, tanto en el centro de enseñanza como en la vida posterior; sino de que te caiga todo el peso de la Ley (o del Reglamento de Régimen Interior) si asaltas la libertad de los demás y su integridad moral o física. No se trata de sermonear sobre una moral meliflua y arbitraria, sino de crecer sintiendo que existe una justicia de los hombres y que se aplica a quienes se la saltan por capricho o egoísmo. No se trata de moldear las conciencias, sino de mostrar que todos tenemos que atenernos al marco legal que hemos pactado también todos, la Constitución y los Derechos Humanos como referencia universal. Y que ese marco nos obliga porque también nos defiende, porque tampoco permite a la mayoría imponerse –como sí hacen los gobiernos antidemocráticos–, y sólo a través de los grandes consensos hace legítimos los cambios. Esa es la garantía de libertad que supone la Constitución, y la felonía que implica traicionarla.

El relativismo manipulador no se evita, por tanto, con “combates de valores”, doctrina contra doctrina, sino con la información sobre la tradición cultural, moral, constitucional de la que venimos y de la que no se puede hacer tabla rasa. Estudiando Historia de España, Literatura, Ciencias, Filosofía, Cultura Clásica… Adquiriendo rigor con las Matemáticas, la Gramática, la Física y el Latín. Acercándose al misterio y la recreación del mundo con la Poesía y el Arte. Y así, bien informados y cultivados, respetuosos y comprometidos con los límites que a todos nos obligan, que cada cual sea, piense y viva como quiera (y no escribiré, por urbanidad, la frase que realmente me ha venido de lo más ‘jondo'), sin que tenga que aprobar una asignatura en la que le van a juzgar por el número de rayitas “as/os” que pone en sus escritos.

Disciplina, exámenes, notas, repeticiones y corrección de conductas desde el primer día de cada niño. Habituarlo a que va a ser juzgado, premiado o castigado por su trabajo, su esfuerzo, su voluntad, su respeto a los demás y a sí mismo, y que así aprenderá a ser mejor, a desarrollarse en plenitud. Ayudarle a superarse y exigirle esa superación. Nadie da lo que no se le pide. Nadie aprendió nunca sin intentarlo. Todos serán así más capaces, más felices.

Y no habrá abandonos porque se habrán creado caminos diversificados, vías para todos no sólo en función del talento, sino de la vocación y el esfuerzo a su servicio. Una enseñanza que merezca llamarse así no olvida a ninguno de sus discípulos, pero no les obliga a lo mismo ni los mantiene en una falsa igualdad que a todos degrada. Les ofrece todas las oportunidades posibles, los orienta en la elección, los compromete con ella, les abre futuros diversos, porque diversos son. No desdeña las enseñanzas profesionales, prácticas, la artesanía, la mecánica, los oficios en general, tan novedosos en muchos casos, tan en la vanguardia de la investigación y el progreso tecnológicos, tan imprescindibles en cualquier sociedad. Mucho más, desde luego, que tantas profesiones posmodernas de teóricos e interventores sociales tan propias del socialismo “de todos los partidos”. Una enseñanza en y para la libertad no exige transitar a todos por un camino único. Nunca fue tan falso, en una sociedad igualitaria e interclasista como la nuestra, que la disposición de los jóvenes obedezca a una determinación social. La verdadera y única determinación social es la ignorancia que el actual sistema propicia. Y esa es la mayor injusticia y el mayor desprecio hacia los humildes, que no tienen más mecanismos de acceso a la cultura que la enseñanza pública.

Volvamos a enseñar y educaremos. Y educar será otra vez fortalecer, preparar para la vida, inculcar la generosidad intelectual y moral. Pero no, nunca, adoctrinar, modelar, sesgar, expandir la ideología de Gobiernos tentados siempre de poner la sociedad a su servicio.

1 Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo, segunda ministra de Educación del Gobierno de Rodríguez Zapatero ha anunciado la posibilidad de pasar de curso en el Bachillerato hasta con cuatro asignaturas pendientes, dada su “enorme dificultad”. Es cierto que alumnos a los que nunca se exigió nada se encuentran, al llegar a un Bachillerato comprimido de sólo dos años, con que carecen de la costumbre de estudiar y de la más elemental capacidad de superar cualquier obstáculo intelectual. Ya se maneja en círculos ‘progresistas' la idea de alargar la enseñanza obligatoria y comprensiva (de camino único) hasta los dieciocho años, evitar a los jóvenes un enfrentamiento demasiado prematuro con la exigencia y la responsabilidad, fomentar la igualdad social hasta la mayoría de edad, y cumplir así con los acuerdos de Lisboa al otorgar títulos para todos.

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