Revista de Occidente

¿Importa ser nación? Lenguas, naciones y Estados

por Emilio Lamo de Espinosa

Revista de Occidente nº 301, Junio 2006

Tanto el borrador de Estatuto de Cataluña, ya aprobado por el Congreso, como el anterior Plan Ibarretxe, parecen sustentarse en tres afirmaciones básicas: 1) Cataluña o Euskadi son una nación; 2) España no es una nación sino, al parecer, un Estado plurinacional o, como mucho, una nación de naciones; 3) y finalmente, ser nación es algo importante, marca una diferencia, da derecho a algo. De las tres afirmaciones esta última es la crucial pues, si no fuera así, ¿a cuento de qué es importante que Cataluña o el País Vasco sean nación y España no, o al revés? Pues bien, tengo para mí que, mas allá de cuestiones jurídicas o constitucionales, ser o no nación hace tiempo que dejó de ser (o debió dejar de ser) importante. Y para demostrarlo intentaré proceder del siguiente modo.

Expondré, primero, la teoría básica del Estado-nación según la pensamos cotidianamente, el modelo o arquetipo, por así decir. En segundo lugar indagaré si ese modelo se ajusta a la realidad o, por el contrario, la deforma. En tercer lugar, veremos si las tendencias históricas actuales son favorables o desfavorables para ese modelo. Y finalmente trataré de alcanzar algunas conclusiones regresando, ahora sí, inevitablemente, a España.

Introducción

Y permítanme que comience con una cita, que es un resumen perfecto de lo que trato de defender. Luego diré de quién es. Dice así:

El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe.

Pues bien, no se trata, como puede parecer, de Charles Taylor o algún moderno multiculturalista. Se trata de Ortega y Gasset en el libro más influyente de la sociología española (aunque casi nadie lo lee ya): La rebelión de las masas , recientemente reeditado en el vol. IV de las Obras completas .

Una cita que es todo un programa político, y que podríamos contraponer a esta otra cita de Rousseau en L'Emile ou De l'education (1762), otro programa alternativo:

La educación ha de dar a los alumnos la formación nacional y dirigir hasta tal punto sus gustos y opiniones que se conviertan en patriotas por inclinación, por pasión, por necesidad. Un niño, al abrir los ojos por vez primera, ha de ver la imagen de la Nación y hasta su muerte no ha de ver otra cosa.

La pregunta es, ¿quién tiene razón? ¿Rousseau y su defensa del Estado-nación homogéneo u Ortega y su defensa del mestizaje y la diversidad?

El éxito de la fórmula Estado

Mi objetivo es pues claro: pretendo poner en entredicho el modelo del Estado-nación. Y por ello me interesa comenzar resaltando que, si bien creo que el Estado-nación está en crisis, no podemos decir lo mismo del Estado. Muy al contrario.

En 1945, cuando se crean las Naciones Unidas, estaban constituidas por 44 Estados. Un siglo antes había más o menos la mitad, un par de docenas de Estados. Hoy son 191 en la ONU. Si añadimos el Estado del Vaticano y otros, hay un total de unos 200 Estados en el mundo, de modo que se han multiplicado por cuatro en medio siglo, por diez en dos siglos. Los Estados se han expandido hasta abarcar todo el territorio disponible.

Es cierto que asistimos a una pérdida de soberanía de los Estados, lo que lleva a muchos a afirmar que el Estado está en crisis. Daniel Bell lo señaló hace ya años: el Estado es demasiado pequeño para muchas cosas y demasiado grande para otras. Es cierto.

Pero la globalización, que le roba soberanía, lo vitaliza. Pues globalización es también internacionalización, y en los organismos internacionales están representados los Estados, no los ciudadanos. Las Naciones Unidas son unos Estados unidos, no unas naciones unidas; ése es en buena parte su problema. En la Organización Mundial del Comercio, en el Banco Mundial, en la OTAN, son los Estados quienes están representados. Muchos pensaron que la UE debilitaría a los Estados a favor de las regiones. No ha ocurrido así. Los Estados siguen siendo los actores casi monopolistas del orden internacional, que es, de hecho, un orden interestatal. Se argumenta muchas veces que las grandes empresas multinacionales son tan importantes como los Estados, pero no es cierto. La multinacional más grande ocuparía el lugar 45 en el ranking de Estados.

Podemos hacer una comparación histórica para entender mejor esta paradoja: del mismo modo que la emergencia del Estado liberal decimonónico reforzó la provincia o la prefectura como delegación del Estado responsable de un territorio y de su población, la emergencia de un orden internacional refuerza al Estado como responsable de una «provincia» del mundo. Cuanto más internacionalizamos, más relevancia le damos al Estado como responsable ante la comunidad internacional de lo que ocurre en un territorio y con una población. Ahora bien, cuando había sólo un par de docenas de Estados, era fácil que la mayoría sí fueran Estados-nación. Pero tan pronto el Estado se difunde la dificultad, como veremos, se acrecienta.

Pero veamos antes qué es el Estado-nación.

¿Qué es el Estado-nación?

La Real Academia nos ofrece al menos cuatro acepciones de la palabra nación, a saber: 1) Conjunto de los habitantes de un país regidos por el mismo gobierno. 2) Territorio de ese mismo país. 3) Nacimiento, acción y efecto de nacer. Y finalmente, 4) conjunto de personas de un mismo origen étnico que, generalmente, hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. En resumen, una mezcla de al menos cinco elementos: población, territorio, etnia o nación, lengua y Estado.

Pues bien, a la hora de pensar la relación entre todos esos elementos el pensamiento político se ha estructurado a partir de una simple y sencilla fórmula que dice que allí donde hay una lengua hay una nación, y allí donde hay una nación, hay (o debe haber) un Estado. Es decir, las naciones se identifican porque tienen lenguas propias. Y si se es nación, se tiene derecho a ser Estado. Así pues Estado = Nación = Lengua.

Fórmula que no debe leerse sólo de abajo a arriba, de la nación hacia el Estado, sino también de arriba abajo, desde el Estado a la nación. Y ahora lo que resulta es que allí donde hay un Estado debe haber una sola nación, y para ello debe haber una sola lengua.

Así, por poner ejemplos, cuando se dice que el hecho diferencial de disponer de una lengua otorga derechos de autodeterminación o de mayor autogobierno, se argumenta desde la nación al Estado, de abajo a arriba. Pero cuando un Estado trata de imponer una lengua (como intentaba en Francia en 1794 el Abbé Gregoire y más tarde la III República; o como intentan ahora algunos integristas americanos con la política del English only ), la lógica funciona de arriba a abajo: si queremos tener un Estado viable, debemos crear una sola nación a través de la generalización de una sola lengua. Quienes piensan, por regresar a España, que para que haya un Estado español viable debe haber una sola nación que hable una misma lengua, piensan en términos de Estado-nación. Quienes piensan que, puesto que hay una nación catalana o vasca con lenguas propias, debe haber un Estat catalá o un Estado vasco, piensan en términos de nación-Estado. Es la misma lógica con dos sentidos. Totalmente opuestos, pero la misma lógica.

Es importante entender que ambos modelos reproducen específicas experiencias históricas de construcción del Estado-nación, la francesa y la alemana. El modelo francés parte de la preexistencia del Estado Absoluto que, tras la Revolución, construye la nación francesa desde arriba, imponiendo la lengua y utilizando como instrumentos privilegiados la escuela y el cuartel, el servicio militar. Y de otra parte el modelo alemán de nacionalidad étnica, que parte de otra experiencia histórica: pues ahora la nación precede al Estado –no al revés. Alemania es ya nación a comienzos del XIX –véanse los Discursos a la nación alemana de Fichte–, mucho antes de la unificación de Bismarck de 1870. Pero lo paradójico e interesante es que el resultado, ya sea porque el Estado hace a la nación o porque la nación hace al Estado, es el mismo: el demos que sustenta al Estado es culturalmente homogéneo: una cultura, un Estado; un Estado, una cultura.

Como sabemos, los modelos de pensamiento tienden a imponerse por su propia sencillez y éste, más simple que sencillo, alcanzó una popularidad abrumadora impulsado por tres espaldarazo prácticos: al desmembrarse los Imperios tras la Gran Guerra del 14, en la descolonización de la segunda postguerra, y tras la caída de la Unión Soviética en los años 90. Y aunque se trata de un pensamiento derivado del historicismo romántico alemán, de Herder y la reacción conservadora de la primera mitad del XIX , hoy forma parte no sólo del arsenal ideológico de la extrema derecha (Le Pen en Francia, por ejemplo), lo que es comprensible, sino también del de buena parte de la izquierda, que ha acabado aceptándolo junto con el derecho de autodeterminación de los pueblos. Tan general es su aceptación que hoy es, no ya una idea, sino más bien una creencia, por volver a Ortega.

Recordemos otro de sus brillantes textos, Ideas y creencias . Tenemos ideas, dice Ortega, y por ello podemos discutirlas y aceptarlas o rechazarlas. Pero las creencias son aquello desde donde pienso las ideas, los instrumentos de mi pensamiento, el punto ciego de mi mirada. De modo que soy muy consciente de mis ideas pero no tanto de mis creencias. Y por ello, tengo ideas pero las creencias me tienen a mí. Es tarea del pensamiento crítico, concluye Ortega, transformar creencias en ideas para poderlas pensar.

Pues bien, esto es lo que me propongo, transformar la creencia en el Estado-nación en idea a desechar. Pues que la lengua es marcador de nacionalidad y que toda nacionalidad tiene derecho a un Estado no es una idea que pensamos sino más bien una creencia que nos piensa y nos posee. Y no sólo a los legos, sino también a los expertos. Tanto que, según el gran sociólogo e historiador Charles Tilly, este supuesto es nada menos que el primero de los «Ocho Postulados Malignos» de la ciencia social del siglo XX : que «el mundo como un todo se divide en “sociedades” distintas, cada una con su cultura, gobierno, economía y solidaridad, mas o menos autónoma». Uno de los grandes teóricos del nacionalismo, Kedourie, lo señaló también al remarcar que el discurso nacionalista se basa en la idea de que «la humanidad se divide naturalmente en naciones».

Estados, lenguas y naciones

Pues bien, ¿es cierto que Dios, con su gran sabiduría, organizó el mundo distribuyendo la humanidad y el territorio entre diversas naciones claramente delimitadas con nítidas fronteras?.

La respuesta es un «no» bastante rotundo. Ni es, ni ha sido nunca así.

Pero antes de seguir, permítanme que haga un poco de metodología. Voy a jugar con tres variables de distinta naturaleza: Estados, lenguas y naciones. Pues bien, la variable Estado es fácil de identificar, de «operacionalizar»: son Estados las entidades políticas reconocidas por la comunidad internacional. Las lenguas son algo más difíciles de identificar, pero disponemos de excelentes censos y bases de datos de la totalidad de las lenguas y de su distribución geográfica. Finalmente la nación es el término más complejo y más difícil porque, como ya señalaba Max Weber, no puede disociarse del poder político. Vinculado (como en la definición del DRAE) a los conceptos de etnia o de raza (este ultimo ya en desuso), es decir a los vínculos de la sangre, y en parte dependiente de la lengua, se presta a todo tipo de interpretaciones. Pero recordemos, etnia es nación en griego; y las naciones fueron, originalmente, las diversas lenguas. Utilizaré por ello dos indicadores de nación: el de etnia, en primer lugar, y el de lengua en segundo. El resultado es casi idéntico, como veremos.

Así pues, comencemos por suponer que etnia y nación son conceptos idénticos. ¿Qué encontramos? Por fortuna disponemos de una muy valiosa cuantificación de la composición étnica de la población del mundo y de su organización política elaborada por G.P. Nielsson a finales de los años 80 a partir del estudio de la distribución de 575 etnias, agregado a su vez de las más de 15.000 principales que pueden identificarse. Y tras analizar la distribución de esas 575 etnias entre los Estados resultaba el cuadro siguiente:

– La gran mayoría de las etnias son de muy pequeño tamaño y, por ello, uniestatales, residen dentro de un Estado.

– Pero, por tanto, la mayoría de los Estados tienen más de una categoría étnica en su seno, son pues Estados pluriétnicos o plurinacionales.

– Y finalmente encontraba también que un buen número de etnias o naciones, en general las más numerosas, estaban a su vez distribuidas entre varios Estados, son pues naciones pluriestatales.

Emerge así un complejo juego entre Estados-nación o Estados plurinacionales, de una parte, y naciones-Estado o naciones pluriestatales, de otra. Y no olvidemos que el modelo de Estado-nación exige que éste sea el único Estado de toda la nación, pero también que ésta sea al tiempo la única nación de ese Estado. Más en concreto, el resultado que obtenía Nielssen es que sólo 28 Estados de los 161 existentes cuando se confeccionó el censo respondían al ideal de correspondencia biunívoca entre nación y Estado.

La investigación de Nielsson utilizaba el censo de Estados existente en 1985, antes de la caída de la Unión Soviética. Pues bien, al repetir el análisis hoy encontramos que no pocos de los nuevos Estados son también plurinacionales. Y así, en un resumen de resultados más reciente, el profesor Isajiw, de la Universidad de Toronto, daba los siguientes datos: de un total de 189 Estados incluidos en el World Factbook de la CIA,

– sólo dos países (Islandia y Japón) listan un solo grupo étnico.

– 8 países incluyen sólo dos grupos;

– 29 al menos tres grupos;

– y, finalmente, 150 países incluyen cuatro o más grupos étnicos.

Así pues, menos de un 2 por 100 de éxito. Por lo que concluía asegurando que «prácticamente todas las naciones-Estado son más o menos multiétnicas». De hecho, como decía Nielsson, hay más relaciones internacionales dentro de los Estados que entre ellos.

Analicemos ahora la otra parte de la ecuación, la que relaciona lengua y Estado. Utilicemos pues la lengua como identificador de nación. Los mismos nacionalistas proceden así, pues las lenguas son efecto y causa de comunidades culturales, y no podemos olvidar que, como recordaba hace poco Sartori, las nationes fueron originariamente las lenguas.

Pues bien, para comenzar hay que señalar que la diversidad lingüística no es menor que la étnica, 6.900 lenguas censadas, si bien la concentración de hablantes en unas pocas es muy fuerte, de modo que las diez lenguas más habladas cubren casi la mitad de los habitantes del mundo.

Podríamos por ello sospechar que la mayoría de los Estados serían monolingüísticos. Pero una vez más la realidad es justamente la contraria: la media de lenguas por Estado es nada menos que 30, consecuencia de que la media de hablantes por lengua es inferior al millón de personas.

Datos agregados que encubren una tremenda dispersión. Así, el continente más «normalizado» es, con gran diferencia, Europa. La media europea de lenguas por país, sólo 5,3, es casi la sexta parte de la media mundial de 30, y quizás por eso Europa, y sólo Europa, ha podido creer durante tanto tiempo en la ecuación lengua =nación = Estado.

FUENTE: Gordon, Raymond G., Jr (ed.),2005. Ethnologue: languages of the World, Fifteenth edition. Dallas, Tejas, http://www.ethnologue.com

El resultado final (son estimaciones de Jacques Leclerc, del Centre International de Recherche en Aménagement Linguistique(CIRAL) de la Universidad Laval de Canadá), es que sólo habría 25 Estados lingüísticamente homogéneos, entendiendo por tal que el 90 por 100 o más de la población habla la misma lengua. Y llama poderosamente la atención el que casi todos ellos (salvo cuatro: Bangla Desh, Japón, Corea y Polonia), son países pequeños, de 10 millones o menos de población.

De modo que, contra una extendidísima creencia (y llamo de nuevo la atención sobre el concepto orteguiano de «creencia»), menos del 15 por 100 de los Estados (que engloban menos del 10 por 100 de la población del mundo) son lingüísticamente homogéneos. Así, si vivir en un Estado-nación tiene una probabilidad de un 1 o un 2 por 100, como mucho, vivir en un Estado lingüísticamente homogéneo tiene una probabilidad aproximada de un 10 por 100.

No quiero abrumar con datos, y menos de carácter técnico. Pero no resisto la tentación de comentar el índice de fraccionamiento etno-lingüístico, un indicador elaborado para casi todos los países del mundo, y que mide la probabilidad de que dos personas de ese país que se encuentren al azar pertenezcan a dos grupos etno-lingüísticos diferentes. Es pues una medida de pluralismo étnico y/o lingüístico, que es igual a 0 si todos los miembros de ese país pertenecen al mismo grupo, y se aproxima a 1 a medida que aumenta la diversidad. En este caso utilizo el índice construido para 145 países del mundo por Anthony Annet, de la Universidad de Columbia, y que se puede obtener en la página web del Fondo Monetario Internacional (puede verse en : A. Annet, Social Fractionalization, Political Instability and the Size of Government , IMF Staff Papers, vol. 48, 3, IMF, 2001;http://www.imf.org/External/Pubs/FT/staffp/2001/03/pdf/annett.pdf.)

Pues bien, sólo 15 de los 145 países para los que se dispone de índice lo tienen inferior al 10 por 100, es decir, en ellos la probabilidad de que dos personas al azar pertenezcan a dos grupos lingüísticos es inferior a 1 de cada 10. Por cierto, casi todos países europeos (ocho; los otros son Corea, Japón, Arabia Saudita, Túnez y tres pequeñas islas: Comores, Seychelles y Tonga). La media para los 145 países es, justamente, el 48 por 100. Es decir, la probabilidad media de que, en un país tomado al azar, dos personas que se encuentran al azar pertenezcan al mismo grupo etno-lingüístico es del 50 por 100. Como tirar una moneda al aire.

Como vemos, lenguas, naciones y Estados no parecen ajustarse entre sí. La distribución del territorio del mundo entre las naciones y la distribución de ese mismo territorio entre los Estados no se solapan. Entremos por ello en el tercer argumento. Veamos a las naciones en el espacio y no sólo en el plano. Pasemos a un mundo tridimensional.

Naciones de naciones

Pues padecemos un raro defecto de geometría política –otra creencia más– que nos hace ver como algo obvio que las naciones se distribuyen sobre un espacio plano, unas al lado de las otras, como mónadas auto-suficientes que no se pueden mezclar. Sin embargo las culturas (como las lenguas y las naciones), no sólo se distribuyen horizontalmente, unas al lado de otras, como realidades extensas, sino también –y sobre todo– verticalmente, como familias culturales y realidades intensas, de modo que, además de culturas locales, hay culturas nacionales, culturas regionales que abarcan a varios países (como la latinidad, por ejemplo) y «civilizaciones» o culturas de tercer y cuarto nivel.

Esto, tan obvio por lo demás, es lo que hace comprensible que la gente se sienta al tiempo, por ejemplo, del Ampurdán, catalán, español y europeo, e incluso ciudadano del mundo, todo ello en proporciones variables. Por ejemplo, en España, y el tema está estudiado hasta la saciedad, menos de un 20 por 100 de los españoles se siente sólo españoles, y algo menos de un 10 por 100 se sienten sólo de su región. Los demás (más del 70 por 100) combinan identidades nacionales y regionales en porcentajes variados. De hecho, esa doble identidad abarcaría a más del 60 por 100 de los vascos, más del 70 por 100 de los catalanes y más del 90 por 100 de los gallegos. Y hay que resaltar que España es de los países del mundo con identidades regionales más fuertes y marcadas pero con un menor nacionalismo español.

Y, por supuesto, lo que ocurre dentro de los países se repite hacia afuera: los datos del Eurobarómetro muestran que algo menos de un 5 por 100 de los europeos se sienten sólo europeos; los demás son daneses, o italianos, o franceses... y europeos en proporciones variables. Recordemos que fue Montesquieu quien en sus Réflexions sur la monarchie universelle en Europe , escritas en 1727, y al hilo de su dura crítica a la monarquía española, comentó que «l'Europe n'est plus qu'une nation composée de plusieurs», Europa es una nación compuesta de naciones. Y de hecho, si pretendemos articular una identidad europea, sólo podremos hacerlo como pensaba Montesquieu, que es también el modo como en España estamos intentado articular las varias identidades: no como mónadas que se repelen, sino como un juego de muñecas rusas, unas encima / debajo / dentro de otras. De modo que los Estados son, no sólo naciones de naciones, sino también naciones de naciones... de naciones, y así sucesivamente hasta abarcar a la humanidad entera.

Pero cuidado, nación de naciones... pero también de ciudadanos. Y creo que los sociólogos hemos hecho un flaco favor a la comprensión de este complejo problema al aceptar (nosotros también; otra vez las creencias) que las naciones son mónadas, supuesto implícito en la pregunta clásica: es usted sólo catalán, más catalán que español, ambas cosas por igual, etcétera., una pregunta importada de Quebec y que nos hace visualizar el tema binariamente: o lo uno o lo otro, como vasos comunicantes. Y esto es un error científico y político, pues la gente compatibiliza ambas cosas (y muchas más, por supuesto) sin dificultad alguna, y lo que les incomoda es que se les obligue a elegir, algo así como cuando a un niño se le pregunta a quién quiere más, a papa o a mamá. ¿Por qué voy a tener que elegir?.

Así, cuando se ha hecho el experimento de indagar los niveles de identidad regional y nacional, uno al margen del otro, y no «uno u otro» –como ha hecho Joaquín Arango–, lo que se descubre es algo muy interesante. La mayoría de los españoles, siete de cada diez, se declaran máximamente españoles, es decir, escogen el 10 cuando se les pide que marquen su españolidad en una escala del 1 al 10. Pero más de la mitad de ellos se declaran, al tiempo, y no «a pesar de», máximamente murcianos, riojanos, canarios o manchegos o valencianos.

En Cataluña, por ejemplo, y junto a quienes se sienten catalanes pero no españoles o españoles pero no catalanes, tipos humanos bien conocidos, emergen otros dos tipos humanos, hasta ahora casi ignorados. De una parte quienes se siente muy catalanes y muy españoles al tiempo; casi un 50 por 100 de los catalanes se sienten máximamente catalanes, pero hete aquí que la mitad de ellos (así pues, no menos de un 25 por 100 de la población) se sienten también máximamente españoles. Y de otra, por supuesto, quienes se sienten poco o nada catalanes pero también poco o nada españoles, no menos de un 10 por 100, personas, ciudadanos a quienes olvidamos sistemáticamente. De modo que sí, nación de naciones, pero también de simples ciudadanos no encuadrados ni identificados con ninguna. Tanto o más que incompatibilidad de sentimientos, lo que vemos es que hay tipos humanos que vibran en todos los diapasones, y otros que, al parecer, no lo hacen en ninguno.

Y lo estamos liando aún más...

Saquemos ya una primera conclusión, bastante rotunda: aun aceptando amplísimos márgenes de error en todas estas cuantificaciones, ni estamos ni hemos estado nunca en la ecuación lengua = nación = Estado. No hay crisis del Estado-nación; es que siempre ha sido una mentira o al menos una media verdad. Y por muchas vueltas que le demos, la distribución de varios miles de lenguas y de etnias entre pocos cientos de Estados da como regla Estados multilingüísticos y multiétnicos y naciones multiestatales.

Pero es que además, aunque hubiera sido así, aunque Dios sí hubiera hecho el mundo social ordenado como lo desean los nacionalistas, los humanos nos hemos entretenido en estropearle el diseño y lo estamos haciendo irreconocible.

FUENTE: ONU-HABITAT 2004; Oficina de Censos de EE.UU., 2004b; Proyecto Ciudades Mundiales 2002: Oficina de Estadísticas de Australia 2001; Statistics Canada 2004.

En 1975 había sólo 84 millones de emigrantes; hoy son bastante más de 200 millones, y se estima que anualmente emigran otros 2 millones y otros tantos solicitan asilo, de modo que asistimos a una segunda oleada de migraciones internacionales sólo comparable (pero bastante superior) a la de finales del XIX .

Pero no sólo la cantidad de emigración, también su calidad o composición. A finales del pasado siglo emigraban anualmente a Estados Unidos unos 90.000 mexicanos, algo bien conocido. Pero también 55.000 rusos, 51.000 filipinos, 42.000 vietnamitas, 39.000 dominicanos y 35.000 chinos. Otro tanto ocurre en Canadá y, como es bien sabido, incluso aquí en España, donde son ya 4 millones, un millón en Madrid. El resultado es, por una parte, que los emigrantes son más del 15 por 100 en Madrid, el 20 por 100 en París, casi el 30 por 100 en Londres, cerca del 40 por 100 en Nueva York, por encima del 40 por 100 en Los Angeles, y más del 50 por 100 en Toronto, Vancouver o Miami, donde la minoría es ya mayoría. Y con una composición crecientemente compleja que se aleja más y más del modelo clásico de mayoría y minoría. Hay colegios de Madrid y Barcelona con más de 40 minorías lingüísticas, pero son más de 200 lenguas las que se manejan en las escuelas de Nueva York.

La consecuencia de todo ello es la emergencia de «ciudades globales», literalmente microcosmos del mundo, en las que las fronteras políticas se dislocan en relación con las fronteras culturales, que devienen lo que hace años llamé microfronteras: gentes con variadas creencias religiosas, lenguas maternas, perteneciendo a distintos grupos étnicos, con variados hábitos culinarios o vestidos, que viven juntos coexistiendo (y eventualmente conviviendo) en las mismas fábricas, oficinas, universidades, supermercados, hoteles, museos o discotecas. Y por ello, más allá del regusto positivo o negativo que pueda producirnos el vocablo «multiculturalismo», y mas allá de repetidas discusiones filosóficas sobre el relativismo cultural (que no comparto en absoluto), el multiculturalismo es un hecho, una realidad que se juega cotidianamente en andamios, en invernaderos, bares, plazas, discotecas o simples rellanos de la escalera. El mundo se ha llenado de espacios sociales de convivencia multicultural. El mismo mundo es ya él un espacio multicultural, como acabamos de ver con la guerra de las caricaturas de Mahoma.

Y quiero destacar finalmente, antes de concluir, que la «creencia» en el Estado-nación homogéneo, al igual que la simétrica creencia en la nación-Estado, no son, en absoluto, creencias inocentes. Pues las creencias son performativas, pretenden realizarse, se transforman en profecías que se autocumplen: como somos una nación, vamos a ser una nación, para lo que tenemos que desembarazarnos de quienes no están de acuerdo en que somos una nación. Y se da así la paradoja de que una de las más importantes causas de las actuales emigraciones internacionales es justamente el intento de purificación étnica, de «limpieza étnica» de muchos Estados multiétnicos, el intento pues de construir Estados-nación o naciones-Estado, que expulsan población «impura», que pasa a reforzar la diversidad étnica o cultural de otros Estados vecinos.

Ya el Informe del Alto Comisionado de la ONU para los refugiados del año 1994 señalaba que la mayoría de los 24 millones de personas desplazadas fuera del territorio de sus países eran fruto de guerras civiles de carácter étnico, como los conflictos en la ex Yugoslavia o Ruanda o los anteriores de Biafra o los actuales en Sudan. De hecho, es paradójico que hoy el mundo asista a una notable reducción de la conflictividad bélica clásica, es decir, interestatal, al tiempo que crece desmesuradamente la conflictividad intraestatal, la mayoría derivada de conflictos nacionales.

Algunas conclusiones antes de acabar

¿Qué conclusiones podemos sacar de todo ello?

La primera es que, como ha escrito Vaclac Havel, «se perciben todos los indicios de que la gloria del Estado-nación como culminación de la historia de toda comunidad nacional, y su más sublime valor en la tierra –el único, de hecho, en el nombre del cual es permisible matar, o por el cual se espera que muera la gente– ya ha pasado su punto álgido. En el próximo siglo –este siglo ya, continua Havel– [...] la mayoría de Estados empezarán a evolucionar [...], hacia unidades administrativas menos poderosas y más racionales [...] una de las muchas formas complejas y multiestratificadas en las que se organiza nuestra sociedad planetaria». Creo que es una opinión bastante sensata.

Reforzada por el hecho de que pretender que los 191 Estados reconocidos por Naciones Unidas se asienten sobre demos o pueblos culturalmente homogéneos es hoy un sinsentido. Pues, o bien multiplicamos los Estados para ajustarlos a las etnias/naciones/lenguas, hasta hacer el mundo políticamente inmanejable, y ya lo es con los Estados existentes, o bien modificamos nuestra idea del Estado-nación separando la lealtad y la pertenencia a un Estado de la identidad cultural, diferenciando pues entre fronteras políticas y fronteras culturales. Lo que, si se piensa un poco, no es sino profundizar en la tendencia a la secularización del Estado que comenzó ya en el siglo XVII tras las guerras de religión. Si los Estados no tienen religión, ¿pueden tener culturas propias, que son en todas partes un derivado de las religiones? Dejo para otra ocasión el intento de elucidar los múltiples matices de esta pregunta y de su compleja contestación.

En todo caso, y ésta sería la tercera conclusión, hasta el momento hemos gestionado democracias culturalmente homogéneas. Pues bien, sospecho que debemos aprender a gestionar democracias de la diversidad cultural, sociedades en las que demos por supuesto que, cuando dos personas se encuentran al azar, hay un 50 por 100 de probabilidades de que pertenezcan a distintos grupos etno-lingüísticos. ¿Cómo? No es fácil, pues la homogeneidad es simple, pero la diversidad es, por definición, diversa. Y por ello, aunque es quizás sencillo definir lo que no se debe hacer, es dudoso que encontremos una solución única.

¿Algún ejemplo al menos? Con modestia apunto que creo que sí disponemos de algún buen ejemplo de democracia moderna que acepta la diversidad sin por ello celebrarla o mitificarla: una nación constituida alrededor de una pluralidad de etnias, emigrantes y culturas, y sin lengua oficial alguna, multicultural pues, pero igualitaria y democrática, la primera «sociedad multirracial del mundo», como la denomina Pascal Bruckner. Hablo, por supuesto de los Estados Unidos, una «nación de nacionalidades», como la denomina Sartori, con terminología ciertamente curiosa vista desde hoy y desde aquí y si se la compara con la definición ya dada de Montesquieu. ¿Es casual que sean los Estados Unidos el país que sigue integrando más y mejor a sus emigrantes, mientras los europeos fracasamos, ya sea con modelos alemanes o con modelos franceses, o incluso con los multiculturales? «Si algo puede enseñarnos Estados Unidos –dice Pascal Bruckner– es el sentido de nación».Pero recordemos que incluso el país que más y mejor integra emigrantes, el país que ha sido históricamente un cementerio de lenguas y culturas, puede llegar a ser bilingüe en inglés y español, y lo es ya en muchas de sus principales ciudades.

Pero la última conclusión que deseaba sacar, y quizás es la más importante, es que este cuchillo corta por los dos lados. Pues si el modelo del Estado-nación no nos vale, menos aún vale el de la nación-Estado. Y me sorprende una y otra vez que los mismos que critican al Estado-nación, con bastante razón, proponen como solución más de lo mismo, es decir nación-Estado. Lo que es tanto como decir «quítate tú que me voy a sentar yo».

Es cierto que los Estados deben renunciar a la pretensión decimonónica de construir naciones culturales «normalizando» sus oblaciones, renuncia que es ya efectiva en casi todo el mundo desarrollado, y ni siquiera la jacobina Francia está ya en condiciones de pretender «nacionalizar» su población, a pesar de haberlo intentado. Pero si los viejos Estados democráticos han renunciado en casi todas partes a su vocación de naciones puras, los viejos nacionalismos no han hecho lo mismo, y tanto aquí, en España, como en Europa, en los Balcanes, el Cáucaso, incluso en América Latina y en muchos otros lugares, mantienen viva la llama del nacionalismo, aprovechando cualquier poder del que disponen para «nacionalizar», homogeneizar o «normalizar» «sus» territorios (todo con muchas comillas) con ánimo indudable de construir nuevos Estadosnación. Es como pretender resolver un problema del siglo XXI con soluciones del XIX .

Hace años Juan Linz nos mostró que el nacionalismo español se caracterizaba por un doble fracaso. El Estado decimonónico no llegó a nacionalizar, «hispanizar», todo el territorio, y se le escaparon al menos dos o tres regiones. Pero tampoco en esas regiones sus nacionalismos consiguieron euskaldunizar o catalanizar a toda su población, sin duda porque el proyecto político nacionalista entró en contradicción con las exigencias del desarrollo económico y de emigración de mano de obra. Doble fracaso de los dos nacionalismos simétricos, que ha producido una doble pluralidad o una dobla identidad. O, por decirlo de otro modo, no un Estado plurinacional, en el que las naciones se sitúan en un plano como piezas de un puzzle que hay que armar, sino como una doble nación de nacionalidades y ciudadanos. Pues si los Estados son plurales, también lo son sus regiones, e incluso más aún que los Estados. Por ejemplo, en la Cataluña real sólo un 16 por 100 de los ciudadanos se sienten sólo catalanes, y ni siquiera quienes se sienten primordialmente o sólo catalanes serían una mayoría (son sólo el 43 por 100). Incluso ahora mismo ni siquiera hay una clara mayoría de catalanes que crean que Cataluña es una nación. De modo que igualmente podríamos decir que Cataluña es una nación, sí, pero una nación ...española.

Otro ejemplo. La Constitución española habla de cuatro lenguas «españolas», aunque tres de ellas son lenguas nativas de menos de un 10 por 100 de la población. Pues bien, el borrador de Estatuto de Cataluña considera que el castellano no es lengua «propia» de Cataluña, aunque sea lengua nativa de más de la mitad de los catalanes, concretamente del 53 por 100. Es manifiestamente exagerado pensar que se hace hoy con el castellano en Cataluña lo mismo que se hacía con el catalán durante el franquismo. Cierto. Pero ¿cómo denominar al estigma que rodea el uso del castellano en el Parlamento de la Generalitat, una lengua que es nativa de la mitad de los catalanes?.

Hace años se dijo en relación con Canadá: Canadá no desea expulsar a Quebec; son algunos quebecois quienes desean expulsar a Canadá de Quebec; el problema no es el lugar de Québec en Canadá sino el de Canadá en Quebec. Pues bien, el problema no es ya el del lugar de Cataluña o del País Vasco en España, que está resuelto y bastante bien resuelto hace tiempo con la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía, aunque sin duda admite mejoras. Lo que discutimos hoy, me temo, es el del lugar de España y de lo español en Cataluña o en Euskadi, que es cosa muy distinta.

Y regreso al principio. «Repito una vez mas –dice Ortega–... El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. [Pero] esta obligación no supone desnuda violencia, sino que supone un proyecto ...una tarea común... Se llama a las gentes para que juntas hagan algo».

Se llama a las gentes para que juntas hagan algo. El Estado, y la nación dentro de él, son un proyecto de futuro. El pasado es siempre un juego de suma cero: o son tuyos o son míos los papeles. Alguien tuvo que tener la culpa de lo que ocurrió, o vosotros, o nosotros. Pero el futuro está abierto y en él nos fusionamos en la esperanza de alcanzar más para todos. Lo que necesita España no es historicismo sino futurismo, no buscar mapas del XIX sino ver dónde estaremos a finales del XXI , no rebuscar títulos históricos o viejos legajos sino ganar diplomas que acrediten que somos competentes en ciencia o en ingeniería.

Ser una nación, o no ser una nación, y esto es lo que he tratado de argumentar, ni da ni quita derechos. Pero, eso sí, mientras discutimos apasionadamente si son galgos o podencos, y dedicamos a ello todos nuestros recursos políticos (Plan Ibarretxe primero, Estatuto de Cataluña después, quién sabe qué más adelante), el tiempo se nos pasa discutiendo, nuestra economía pierde competitividad, las exportaciones se hunden, las entradas de capital extranjero se ralentizan, las empresas se deslocalizan, la economía del conocimiento no acaba de arrancar ¿A quién le importa cuántas naciones somos si, mientras lo discutimos, todas ellas, emperradas en arreglar el pasado, pierden el futuro?

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