Basta planear con rápida ojeada sobre la mayor parte de la obra literaria
de María Teresa León para entender que la experiencia de los
tres años de guerra, vividos en la “capital de la gloria”,
fue la más intensa y decisiva de su vida, tanto por los antecedentes
de que se vio anunciada -las seis semanas de la peligrosa y romántica
aventura en los montes ibicencos- como por la larga memoria que la acompañó durante
la travesía del exilio.
La Guerra -o mejor, los “desastres de la Guerra” (en clave de Goya)-
ocupó una buena parte de las imágenes que María Teresa
seleccionó desde la atalaya iluminadora de su memoria. Y en la Guerra
nuestra autora mantuvo una actividad continua y de primer orden, ejerciendo
con la máxima dignidad y eficacia las responsabilidades que asumió como
secretaria de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, como vicepresidenta
del Consejo Central del Teatro y como una de las responsables de la evacuación
y salvación del patrimonio artístico español.
La Guerra como tal la empezó a vivir María Teresa León
en el espacio paradisíaco de una isla mediterránea -Ibiza- llena
de vestigios fenicios, de rebaños de hermosas y níveas borregas,
frondosas higueras y olorosas ramas de pino parasol. El impacto de aquella
casual (y providencial, al tiempo) ocultación a la pareja de civiles
que se desplazaron al molino donde veraneaban los dos destacados escritores
y militantes de izquierdas como eran Rafael Alberti y María Teresa León,
dejó dilatada huella en la literatura de ambos. Alberti la transformó -apenas
diferente de como fue, y la ha reconstruido documentalmente Antonio Colinas-
en un relato de guerra -Historia de Ibiza- incluido en el único (e importantísimo)
número de la revista Cuadernos de Madrid, una espléndida publicación
auspiciada por la Delegación de Propaganda de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas, impresa (febrero del 39) cuando ya la guerra estaba casi perdida
y para amparar el número cuadragésimo séptimo -y último-
de El Mono Azul, periódico de guerra en el que María Teresa tuvo
importante protagonismo en cuestiones relacionadas con la situación
del teatro en los tres años de contienda.
Como se decía en la anónima hoja preliminar de “presentación” de
la revista antecitada, aquella Madrid a punto de sufrir el decisivo golpe de
Casado, que la ponía en las manos del rebelde Franco, era ya un terreno
vivencial y cultural que se sentía herido y aislado, y clama por un
compromiso ético en torno a su significación y su suerte: “ Hace
ya más de dos años que los escritores españoles, cerrando
sus oídos al llamamiento interior de la vocación, escucharon
el estrangulado grito de su sangre pisoteada y salieron de sí para publicar,
unificando su voz, la verdad española contra viento y marea”.
Una pequeña fotografía de un monumento madrileño y castizo,
como la Puerta de Toledo, preside la cubierta del único número
habido, una puerta -arco de triunfo que se hizo levantar el represor Fernando
VII- rodeada (defendida) por sacos terreros. La guerra está presente
en toda la publicación, que por ello se abre con un recorte de la vida
del leal Miaja o una reseña de Louis Aragon acerca de la visión
de la guerra que dejó plasmada el católico francés Bernanos
en su novela Los grandes cementerios bajo la luna o el poema dramático
de Bleiberg -un ejemplo notable del teatro de guerra que aunaba compromiso
y calidad- titulado Amanecer. Como decía allí está incluida
la memoria- apenas disimulada en forma de relato novelado -del estallido del
conflicto en la Ibiza en la que estaban veraneando María Teresa y Rafael.
Durante tres años la comprometida mujer que fue María Teresa
León vivió día a día las continuas exigencias que
las perentorias circunstancias iban marcando sin pausa. Desde su puesto de
responsabilidad en el palacete de los Heredia Spínola, en la madrileña
calle de Marqués del Duero, en las proximidades de la fuente de Cibeles
cubierta hasta su cima por un protector castillete de ladrillos y arena contra
la metralla, aquella mujer que siempre defendió el juego limpio de la
lealtad y la heroicidad, trabajó incansable por mantener una limpieza
en materia de arte y literatura que tan difícil era de sostener en aquellos
días de tenebrosa cotidianidad llena de sobresaltos continuos.
En la cita anterior sacada de la hoja que presentaba Cuadernos de Madrid había
una expresión de voluntariedad -“contra viento y marea”-
que nuestra autora hizo suya como lema y título de su primera manera
de narrar aquellos días de guerra -desde el entusiasmo épico
del asalto al cuartel de la Montaña a los bombardeos que arrasaron su
barrio- de niña y de mujer -de Argüelles. En efecto, Contra viento
y marea es una de las más tempranas rememoranzas (y mejor, testimonio
casi en vivo) de lo que había sido la guerra desde la mirada de una
mujer, ya perdedora, ya exiliada, cuando empezaba a echar raíces nuevas
en tierras americanas: y dada la fecha temprana de su edición -1941-
es verosímil pensar que una buena parte de esta larga novela -la que
recupera los primeros meses del cerco madrileño- fue redactada en las
noches de escaso sosiego de aquellos días rojos y difíciles,
cuando la escritora se recreaba en los espejos complementarios de dos personajes
femeninos -la proletaria y la burguesa-, entre los que María Teresa
repartió el mucho coraje que puso sobre el tablero de una experiencia
que se resistiría siempre a olvidar, a silenciar... mientras la memoria
la acompañó y la consoló.
Son muchas las páginas que María Teresa dedicó a la experiencia
personal -y también colectiva- de la guerra en su impagable Memoria
de la melancolía. En ese libro la escritora teje la escenografía
de sus recuerdos bélicos y el elenco de personajes que compartían
la escena de una ciudad sitiada (que ella misma ayudó a identificar
con el símbolo de Numancia). Este párrafo, por ejemplo, referido
al palacete incautado en donde se instaló la Alianza, equivale a la
acotación inicial de un drama que tuvo a María Teresa entre sus
más destacados personajes:
“
Aquellos salones solemnes y oscuros, pesados de muebles que seguían
conservando su negrura a pesar de nuestra risa, fueron durante tres años
nuestro escenario”.
En aquel lugar entran y salen -como si lo concibiéramos a modo de drama
histórico- los personajes de aquella tragedia, como “el comandante
Carlos con su sonrisa criticona errándole por las mejillas”, o
el portuense Modesto o Enrique Lister o el “joven oficial de Estado Mayor
a quien le preocupaban las Bellas Artes”, Paco Ciutat, o el general Kleber,
de las Brigadas Internacionales, entre los militares; Xavier Farías,
Emiliano Barral, Gori Muñoz, León Felipe, los fotógrafos
Capa y Gerda Taro, o el poeta negro Langston Hughes, o el músico Acario
Cotapos, o Erns Toller o el crítico Christian Zervos, especialista en
el Greco, entre los intelectuales... y como “traidores de opereta” trasvasados
a un drama demasiado serio, los quintocolumnistas, esa catelfa de traidores
agazapados contra los que la novelista María Teresa dirigió en
varias ocasiones su más mordaz crítica y denuncia, respondiendo
a una preocupación de los responsables de la defensa madrileña
que veían en aquellas gentes la cizaña de la deserción,
de la cobardía y el temido riesgo del sabotaje de toda laya. Ya en Contra
viento y marea encontramos un largo pasaje que retrata una sórdida escena
de traición civil protagonizada por una indigna quiromántica,
y buena parte de la novela Juego Limpio (a la que luego me referiré más
en detalle) saca a relucir a un pobre lunático que vive escondido en
los desvanes del palacete de los Heredia Spínola aguardando impaciente
la llegada de un ejército fascista que lo libere y le premie la zapa
de ridículo sabotaje que ha puesto en marcha, silbato en boca, por los
desvanes laberínticos de la sede de la Alianza.
Aunque fue el teatro lo que más decididamente ocupó la actividad
digna e intensa de María Teresa durante la Guerra Civil, no fue su única
preocupación. León se vio directamente implicada -con notable
responsabilidad- en la evacuación de las pinturas del Prado y en la
incautación, traslado y protección de varios cuadros del Greco
diseminados, y por tanto en grave peligro, por varios pueblos toledanos. Y
fue esa actuación la que ocupó el primer ejercicio de su memoria
en el exilio con el folleto -verdadera rendición de cuentas de una actuación
gubernativa- titulado La historia tiene la palabra, impreso en 1944. Allí,
en su párrafo final, está prefigurada una situación teatral
vista con brillantez y pasión, y que doce años después
la supo aprovechar, como punto de partida, Alberti en su “agua fuerte
escénico” Noche de guerra en el museo del Prado:
“
En tres ocasiones estuve en contacto con la Junta de Protección del
Tesoro Artístico. ¡Cuánto más que yo podrán
contar los que tuvieron a su cargo la tarea perseverante de todos los días!
Pero nadie tal vez haya visto tan de cerca la belleza de un grupo de hombres
atareados en salvar lo que no entendían, lo que antes les había
sido negado en el reparto de bienes comunes. Allí comprendí mejor
que nunca que la cultura es la conducta viva y en movimiento de los hombres
de un país, siendo la nuestra tan vieja y tan actual, que les hacía
tener conciencia del rango primerísimo que ocupaban en la escala de
la civilización”.
Sin figuras de los cuadros redivivas, sino con los hombres anónimos
que heroicamente trabajaron por aquel salvamento, María Teresa fue testigo
sin excepción de una de las escenas más teatrales de aquella
guerra infausta: la noche de un museo deshabitado y amenazado por bombas incendiarias.
Pero fue el teatro, como decía antes, el mejor lenitivo para unos días
de cerco, hambre y bombas, y la mejor actividad que pudo llevar a cabo María
Teresa León en apoyo de aquella causa. El teatro y la guerra, un binomio
que tenía que dar por fuerza un teatro de agitación y propaganda
acentuado en el “Teatro de Urgencia”, un teatro de trinchera, y
por tanto un “teatro de guerrillas” que, en opinión de Alberti,
debía ser un teatro sujeto a una serie de condicionantes formales y
temáticas de obligatorio cumplimiento para conseguir su eficacia:
“
una pieza de este tipo no puede plantear dificultades de montaje ni exigir
gran número de actores; su duración no debe sobrepasar la media
hora. En veinte minutos escasos, si el tema está bien planteado y resuelto,
se puede producir en los espectáculos el efecto de un fulminante”.
Pero a la vez que formulaba esas exigencias que el autor de la pieza de urgencia
debía tener en cuenta, Alberti, autor él mismo de algunas de
las obritas mejores de aquel teatro de guerra, reconocía que la situación
teatral en los casi dos años de lucha (sus opiniones están publicadas
en febrero del 38) no había estado a la altura de las circunstancias:
“
Lo que hasta ahora ha caído en mis manos no responde a las exigencias
actuales ni a los medios de que disponemos para su realización. Las
piezas que se vienen representando por diversos grupos teatrales, bien de brigadas
u organizaciones, además de ser, por lo general, complicadas y malas,
reflejan en muy poco la lucha, la transformación, la nueva fase creadora
de nuestro pueblo”.
María Teresa salió al paso de esos mismos defectos desde la opinión
-como corresponsable del teatro que debía programarse en los días
de guerra- y desde la práctica -como promotora y directora de algunos
espectáculos que llegaron a ser de lo mejor que entonces pudo ofrecerse.
De hecho, desde finales de julio del 36 en Cataluña, y a lo largo del
año 37 desde el Gobierno central, abundan las disposiciones gubernativas
sobre el teatro en relación con las excepcionales condiciones de guerra.
Así el 22 de agosto del 37 se crea el Consejo Central del Teatro por
un decreto del Ministerio de Instrucción Pública y Sanidad, y
firmado por Manuel Azaña y Jesús Hernández. Allí se
declara inicialmente que “es necesario también que el teatro,
en los actuales momentos, sea un medio de propaganda al servicio del Frente
Popular para ganar la guerra”. Al amparo de toda esa normativa, María
Teresa León publicó varios artículos en las revistas de
aquellos días -El Mono Azul, Boletín de Orientación Teatral,
Nueva Vida, Defensa Nacional, etc.1- en los que nos fue ofreciendo un ramillete
de opiniones acerca de cómo entendía la escritora y directora
de escena que había sido (y cómo había funcionado) el
teatro en tiempos de guerra y cómo debía hacerlo, por tanto,
en aquella guerra que tan cerca de ella sucedía. Y nuestra autora mira
hacia el teatro ruso, que admiraba profundamente desde que viajara a Moscú en
1932 para conocerlo de primera mano, recordando algo que se notaba que ella
hubiese querido hacer equivalente en la situación española de
aquel momento:
“
La Revolución necesitaba del Teatro. Tenían que aliarse a él
para propagar la cultura y la gran nueva de la Revolución. Lenin da
un decreto, que lleva también la firma de Lunacharski, para nacionalizar
los teatros y entregarlos al pueblo. La gran ópera continúa abierta.
El pueblo, que jamás había pasado de las rejas de los palacios
y de la puerta de los teatros, llena las salas de espectáculos, asombrados
de la ficción escénica [...] Maiakovski y los jóvenes
revolucionarios escriben, no con mucha fortuna, para comenzar los tiempos modernos
del teatro revolucionario. Se necesita poner el teatro en la hora de la utilidad.
Meyerhold se encarga de formar cuadros de verdaderos combatientes teatrales
[...] Todos los jóvenes rivalizaron para expresar teatralmente la nueva
vida”.
En consecuencia, y no olvidando el ejemplo de ese teatro soviético que
fue capaz de estar a la altura de la revolución y sus colectivas exigencias,
María Teresa afirma convencida: “hay que hacer del teatro un servicio
de guerra”. Y advierte sobre el peligro de las acomodaticias excusas
(“el público no viene a las cosas actuales”, “el público
no quiere alusiones a la guerra”, “el público quiere olvidar”)
que acaban cayendo en una suerte de sabotaje tan involuntario como desmoralizador,
al pensar que los espectáculos en días de guerra deben conducir
al iluso olvido de que se vive bajo el riesgo de bombardeos, en asedio de hambre,
en peligro de muerte:
“¿
Pero es posible olvidar la hondísima tragedia española? ¿No
parece como si una consigna de la quinta columna soplase sobre los espectáculos
públicos?”.
Como había aprendido del teatro que los soviets pusieron en práctica
desde el año 17, “no se ganan batallas con teatro, pero se aumenta
la moral, el fervor, la tensión nacional”. El teatro como “industria
de guerra”, como necesaria “industria de guerra”, y como
cualquier industria comprometida en la buena marcha de las operaciones militares,
debe evitar el “sabotaje” a toda costa: y -asegura María
Teresa- “más de los deseables hay repartidos en el mundo teatral.
Muchos porque no han comprendido nada de lo que sucede; otros porque aguardan
no sabemos qué inconfesables soluciones de la guerra; los más
porque han creído que la revolución es un asunto de bolsillo”.
Y el modo de salir al paso de las falacias de un teatro que traiciona, por
irresponsabilidad, el compromiso social que se le presume y los niveles artísticos
que, pese a las “urgencias”, debía tener, lo declaraba la
articulista en un contundente artículo inserto en la activa publicación
El Mono Azul, bajo el epígrafe “Gato por liebre”. Pensaba
la subdirectora del Consejo Central del Teatro en los años de nuestra
Guerra Civil que a ese “teatro van los avisados y los ingenuos; los primeros
todo lo reciben con reservas; si con mayor número, pueden llegar a producir
la frialdad colectiva, aunque se esté representando una obra maestra
del teatro universal”; y, por tanto, “si la taquilla acusa un estado
de corrupción o desmoralización de las costumbres, son los hombres
colocados al frente de las responsabilidades teatrales los que deben guiarse
por ella para remediarlo”. Esta premisa, fruto de una fina observación
acerca de las contradicciones inherentes al teatro como hecho de comunicación
de masas, debe poner en guardia a quienes rigen el mejor destino de la escena
y su más deseable función cultural y social, que nunca debe perder
de vista su mayor limpieza ética. Por ello “es un pretexto demasiado
cómodo el achacar el estado actual de nuestros escenarios al mal gusto
del público”; antes bien, ese teatro -tanto en tiempo de paz como
en tiempo de lucha, y sobre todo en la segunda- ha de servir siempre “para
educar, propagar, adiestrar, distraer, convencer, animar, llevar al espíritu
de los hombres ideas nuevas, sentidos diversos de la vida, hacer a los hombres
mejores. Para ello el teatro ha de seguir vivo con la vida de su tiempo, buscar
afinidades con el teatro antiguo, y para cumplir con nuestro deber estrictamente
revolucionario deberíamos evitar que pasasen gato por liebre, llamando
teatro a la basura inmunda, equivocando a los camaradas de buena fe”.
María Teresa León fue una total convencida de la dignidad estética
y moral que debía adornar y generar la escena en los días de
cerco y lucha. Por ello sacó fuerza de flaqueza y logró un espectáculo
como el de Numancia, en el que todo un clásico de nuestro teatro se
sentía como el contemporáneo más comprometido con la realidad
pura y dura que se empeñaba en hacer de la cercada Madrid un espacio
absolutamente equiparable con el espacio ficcional que María Teresa
levantó -con la ayuda de Ontañón- en el escenario del
Teatro de la Zarzuela: la vida real y la vida fingida del teatro se hacían
una en el ánimo y la experiencia de los sufridos espectadores y ciudadanos:
numantinos todos. Y no sólo acudió -para hacer del teatro un
inmejorable ejemplo de moral y resistencia en la dignidad de los que tenían
toda la razón de su lado- al ejemplo del pasado remoto, sino que también
echó mano de casos del pasado inmediato que venían a insistir
sobre esa conexión -más que nunca necesaria- entre lo visto y
lo vivido, entre escena y compromiso cotidiano. Así fue, y así se
explica, la elección de una de las muchas obras del agit-prop soviético
que admiró y difundió María Teresa, la Tragedia optimista
de Vichnievski , el segundo espectáculo de altas miras estéticas
y políticas que María Teresa León dirigió, al frente
de la compañía “Teatro de Arte”, en uno de los históricos
escenarios de Madrid. Y en uno de esos artículos sobre teatro de guerra
explicó y justificó claramente la oportunidad de su elección
y de su montaje en el Madrid que tanto ejemplo a seguir podía recibir
de aquel otro caso de heroica resistencia bolchevique: “Ahora nosotros
aprovechamos una obra soviética para mostrar los problemas de nuestra
guerra”. Aquella comisaria (María Teresa encontró su debilidad
feminista en aquel texto de Vichnievski) que muere y proyecta ejemplo y lección
en el desmoralizado destacamento que dirige, “es el símbolo del
sacrificio consciente, de la vida entregada a la gran idea de salvación
humana. ¡Tantos han muerto en esta tierra de España de esa misma
admirable muerte!”. María Teresa dirigió con pericia y
con amorosa entrega una obra que para ella resultaba ser el símbolo
de la misma lucha en la que también la mujer debía implicarse
en primera fila (lo que poco después desarrollaría en la novela
antecitada Contra viento y marea) y por tanto “cuando algunos meses más
tarde levantamos el telón de la Zarzuela para representar en español
esa misma obra, una gran emoción me ganaba al paso de las escenas”.
La tragedia optimista fue uno de los escasos, pero sobresalientes, ejemplos
del teatro de guerra (en la guerra) que León fue persiguiendo en aquella
cruzada personal por la calidad estética aunada con la eficacia pedagógica
(“un teatro culto, real, lleno de enseñanzas”) consiguiendo
la primera victoria en la batalla contra “lo chabacano, lo inculto, lo
mediocre”. Tal vez un exceso de confianza en la labor de extensión
cultural que ocupó a la República en la encrucijada de la Guerra
le hizo creer y proclamar a María Teresa que “un campesino nuestro
comprende cualquier obra de teatro clásico; tiene los oídos llenos
de canciones antiguas magníficas, que es una cultura que los siglos
dejaron y transmitieron de padres a hijos”. El hispanista Robert Marrast
se hace eco, en su importante estudio sobre el teatro durante la guerra civil
de 1978 (El teatre durant la Guerra Civil espanyola, pág.57) de una
entrevista realizada a María Teresa en el diario Ahora del 24 de octubre
del 37, en la que la directora del espectáculo que comento se mostraba
enormemente satisfecha por haber dado a conocer un texto que era paradigma
de lo que había defendido en el artículo arriba aludido “Gato
por liebre”: ofrecer piezas que fueran una inteligente síntesis
entre vanguardia y compromiso ideológico, ejemplos de verdadero “teatro
de masas” en el que la calidad no estuviese reñida con la eficacia
comunicativa en una dirección ideológica determinada: “La
Tragedia Optimista nos ha parecido una obra de vanguardia -¡fuera los “ismos” donde
se oculta la ineptitud!-, de un teatro actualísimo, de gran valor artístico,
aun cuando cumpla preceptos de orden social, que también la humana y
virtual sociología es arte, y tienda a hacer una propaganda efectiva
en las conciencias, pero no una propaganda de visos pornográficos y
tempestuosos, ni frases de latiguillo mitinescas”.
Pero fueron las “Guerrillas del Teatro” lo que más ganó el ánimo
y el corazón de la luchadora María Teresa León, desde
la plataforma valiosísima que fue la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
En aquellos escritos de los primeros años del exilio en los que se iba
ejercitando la memoria de María Teresa, en un proceso preparatorio de
su ulterior Memoria de la Melancolía, hubo un artículo sobre
aquellas “Guerrillas”, el grupo de actores-soldados del que, al
final de su vida de escritora, su directora e inspiradora pudo decir orgullosa: “si
a algo estoy encadenada es al grupo que se llamó Guerrillas del Teatro
del Ejército del Centro”. En aquel artículo inserto en
la revista bonaerense Latitud (abril del 45) María Teresa reconstruye
el propósito de la formación (“fuimos hacia nuestros espectadores
con una gran preparación sentimental. El amor y la fe eran las características
de aquellos días. Estábamos seguros de que el instinto de nuestro
nuevo público sabría comprender nuestros propósitos, que
-¡oh sueño del retorno teatral a sus orígenes inocentes!-
estaban basados en restituir el teatro al pueblo”) y la experiencia que
enriqueció aquel propósito (“nos pareció que aquellos
hombres cansados, que nos proponían como espectadores, no tenían
su espíritu propicio para ejercicios estéticos, puesto que parecían
haber regresado a una edad incierta de la infancia, donde el miedo ocupaba
otra vez un gran lugar. ¿Con qué lenguaje hablarles a los que
volvían de burlar la muerte? ¡Qué extraño espectador!
Se agrupaban todos iguales, con una sola cara, uniformados de ojos y maneras. ¿Qué hacer
para entregarles nuestra mercancía? Mercancía de papel de colores
y trajes rutilantes, mercancía de bailes, música y palabras,
consuelo de niños, gracia de las metamorfosis. Se sentaron dócilmente,
y comenzó la representación y el milagro”). La identificación
-mutuo reconocimiento- entre aquellos cómicos/guerreros de la legua
y los espectadores tan extraños a los teatros al uso fue tan espontánea
como sincera: se reconocían mutuamente en el marco de un mismo compromiso
histórico:
“¿
Y cómo no iban a creer en nosotros, que les dedicábamos todas
nuestras horas? El actor que tenían delante no era un hombre cómodo
que esquivaba la guerra en un trabajo de retaguardia. El actor soldado fue
una variante afortunada del actor profesional. Los actores y actrices estaban
sometidos a una disciplina. Disciplina que obligaba al abandono de muchos vicios
teatrales. El sueldo que recibían era el de un soldado. Los caminos,
como en los tiempos de Lope de Rueda, eran su descanso. No sabían, al
salir, cuando les tocaría volver, ni si volverían. Se acostumbraron
a los ametrallamientos de las carreteras; a continuar las representaciones
mientras volaban sobre ellos los junkers alemanes; a no sentir fatiga; a dejar
prioridad a las ambulancias cuando comenzaba una batalla, aun a riesgo de tener
que retroceder bajo el fuego enemigo. Representábamos en todos los lugares
que nos ofreciesen: iglesia rota, campo libre, bosque o patio de cuartel. Espectadores
con arma al brazo, sentados o rodilla en tierra, nos escuchaban absortos, prontos
a entrar en acción, mientras otros batallones de su unidad combatían
no lejos de allí [...] El actor de las “Guerrillas del Teatro” fue
una creación feliz. Creo que también lo fue su repertorio”.
Una empresa, una experiencia, una aventura cuya fuerza había de tener
su registro literario merecido en la literatura de la León. Nada menos
que una de las más personales -por distinta- de las muchísimas
novelas que nuestra Guerra Civil generó: Juego Limpio. Sobre un cañamazo
argumental que apenas se separa de la verdad documentada en las crónicas
de aquellos años, y como si fuese un adelanto del ejercicio compensatorio
del recuerdo que será Memoria de la Melancolía, un fraile agustino
encerrado en el exilio interior de una celda escurialense purga su sufrimiento
de hombre enamorado que recrea, en una escritura íntima y secreta, los
días de su inseparable experiencia como “guerrillero” del
teatro que capitaneaba una tal María Teresa:
“
Al sentarme de nuevo veo que el sol me ha favorecido dorándome estas
páginas. Hace meses que debieron ser rotas, pero me detuvo el no saber
dónde tirarlas, aunque tengo un estanque, un gran estanque que llamamos
la balsa, justo a los pies de mi celda”.
Aquel Camilo, otrora sacerdote escondido en una carbonera y por unos meses
convencido actor de las “Guerrillas” (figura que se basa en un
personaje real, según testimonio del actor Salvador Arias, aunque no
hay que excluir un cierto reflejo del director falangista Felipe Lluch, preciado
colaborador de María Teresa en aquellas lides) cuenta una singular aventura
de guerra y teatro en la que la misma novelista aparece como personaje. Y en
esa novela se recrea, con todo el arte que la identificación cordial
provee, la formación del grupo, los ensayos en los sótanos del
palacete de la calle Marqués del Duero, el divertimento en los ensayos
del Enfermo imaginario, las representaciones de Numancia y de la Cantata que
Alberti escribió para despedir en homenaje a los brigadistas... y los
peligros de ser ametrallados en cualquier carretera... y las satisfacciones
de representar un entremés del clásico Quiñones en el
amplio y destartalado corral de un pueblo conquense ante unos entregados y
hambrientos espectadores. Un episodio (este último referido) que nos
da una imagen bastante aproximada de lo que vinieron a ser tantos ejemplos
de representaciones en las trincheras y en las retaguardias como se celebraron
en el país dividido por la guerra, herederas directas de aquellas campañas
republicanas de las “Misiones Pedagógicas” que Casona llevó por
las tierras de Sanabria, y en el que resuena el modelo del Retablo de las Maravillas,
pero sin la acidez burlesca de la joyita cervantina:
“
Subimos con la misma buena fe de siempre a nuestro tablado. Cantamos. ¡Oh
qué mal cantamos! En primera fila nuestros antiguos apedreadores y algunos
perros de los que nos habían perseguido. Ni unos ni otros nos guardaban
rencor. Inmediatamente llegaron las autoridades que habían pasado sobre
las mujeres hasta sentarse en el mejor lugar, que era un pesebre. Los cuatro
viejos y el alguacil se pasaban de cuando en cuando un jarrillo de vino. ¿Y
las mujeres? Mujeres solas, tristes, de ojos con poca voluntad para escucharnos.
Parecían decirnos: “¿De dónde vienen ustedes tan
jóvenes, de qué país son que no están en el frente?”.
Y nosotros cantábamos cantos de arada, de molienda, de soldados, de
camino, y ellas seguían fruncidas, con el pañuelo sobre la boca
para ahogar el temblor de su conversación. Cantamos cosas risueñas,
y no se rieron. Para reír, debían pensar, no se va al teatro. ¡Cantar! ¿Pero
si eso es lo que se oía antes todos los días? Claudio estaba
a punto de desmayarse y las chicas sudaban [...] Con fiebre comenzamos el entremés
del Perro. Allí me tocaba a mí lucirme. Quiñones de Benavente
no sonó nunca a cosa más extraña que en aquella oquedad
del Corral del Tío Tocana en Montilla.”
Volvamos al artículo sobre aquellas “Guerrillas” tan cosidas
a la vida de María Teresa, para releer otro pasaje:
“
puede que algún día nadie recuerde su nombre [el de las Guerrillas],
reducido a dos líneas en los manuales de historia, su heroísmo
de aleluya, pequeño y audaz. Mujeres fuertes desarmaban a los hombres
cobardes. Tenía todo algo de carnaval, de día de toros y de entierro.
El hombre malo y el hombre bueno; el valiente y el temeroso. Madrid sacaba
su capa de grana, la que le conoció Napoleón, y parecía
decirle al tiroteo: embiste. La aleluya madrileña era manola y varonil,
arrogante y cortés. Yo la he visto dirigirse a una fiesta imaginaria,
a unos fuegos artificiales. Sacaba el pie y bailaba. Tenía teatros,
cafés, bares con agua de Lozoya, y un rumor de mercado por las calles
donde casi nada había que vender, y desfiles reclamando cosas mal definidas
que hacían llorar… En ese ambiente hicimos nuestro ensayo de teatro
para las masas”.
Es, de paso, un piropo de la “capital de la gloria”, escenario
en el que se resumía emblemáticamente una guerra llena de heroísmos
y equivalente en varios tiempos como una especie de Guerra única y misma
que prologaba la sempiterna lucha entre pueblo herido y poder agresor. Allí habla
María Teresa de lo que más duele en una guerra civil (y tantas
como jalonaron la vida española en siglo y medio), que se visualiza
-pintura de Goya al fondo- en “el hombre malo y el hombre bueno”, “el
valiente y el temeroso”, la oposición algo maniquea pero indefectiblemente,
fatalmente, resuelta a garrotazos. Y es que en una de las piezas teatrales
que María Teresa escribe en el exilio argentino, La libertad en el tejado,
se recrea en un momento dado el motivo de esas dos caras de una entidad cainita
por esencia. Aunque la obra trata más de los momentos de represión
y miedo que la Victoria de unos y la Derrota de otros traía como secuela,
en un momento determinado se cruzan en los aleros de aquella casa levantada
sobre la ciudad oscura y siniestra dos HOMBRES que acaban a tiros, volviendo
a repetir la dolorosa lucha fratricida.